“Todo, si lo miráis bien, converge en nosotros.
Para que lo vayamos asimilando,
para que lo podamos convertir en palabras
y perdure en el tiempo.
El tiempo no es nada más
que un gran bosque de palabras.”
 
Fragmento de “Canción” de Miquel Martí i Pol. La traducción es mía.

 

Hace años una amiga me llevó casi a rastras a la “consulta” de un famoso echador de cartas. Yo estaba atravesando una época en la que me había prohibido a mí misma pensar en el futuro y me daba atracones de presente como nunca antes y, espero, jamás después; es decir, como no andaba expectante ni deseosa de sus predicciones, no me entretuve en retener lo que me dijo. Pero algo sí recuerdo. Lo que entonces me pareció más improbable… justo lo que pasó… lo que está pasando ahora.
A mi amiga, que acudió a aquella cita cargada de esperanza, sin embargo, su pretendida videncia le falló en algo profundo e inmediato y ella se reveló casi con rabia, de manera que no hemos vuelto a hablar del encuentro. Era un hombre menudo, de voz aflautada y modales exquisitos, del que suelo acordarme cuando se acercan estas fechas, porque uno de sus vaticinios fue que nunca me tocaría la lotería. Y es cierto, nunca me ha tocado.
El caso es que ayer fui a hacer unas gestiones a mi antiguo lugar de trabajo y me encontré con que el sitio donde prácticamente viví durante años, donde se crearon y desvanecieron amistades, donde algunos sanaron y otros lloraron su pena, ya no existe. Las excavadoras no saben que cuando echan abajo las paredes, hacen más difícil recordar, ya no podré nunca confirmar si es cierto o soñado el árbol que, en verano, daba sombra a mi ventana. En el espacio que ocupaba el despacho del que salí aquella tarde para dirigirme al adivino, hay ahora un jardín y al pensar en la pared que a mí me falta, he recordado con extraña nitidez aquel momento: su esperanza, mi incredulidad, su energía, mi alegría por verla a ella ilusionada… Nos he visto a las dos protegidas por su paraguas de colores, correr como colegialas hasta la parada de taxis de la entrada, pero sé que el paso del tiempo emborronará esa imagen.
Pronto ni los amigos que se quedaron allí me recordarán al pasar junto al hueco que dejó mi silla y ahora está lleno de flores. Se difuminarán las coordenadas que marcaban el sitio exacto donde pasé buena parte de mi juventud.
Hay lugares que son puntos de referencia en nuestras vidas y al desaparecer, nos hacen sentir algo perdidos. Yo hoy quiero rememorar cosas ligadas a aquellos muros y anotarlas, porque vete tú a saber cómo las deformará el tiempo y la memoria.
Del olvido solo nos salvan las palabras.
……….
“El pozo de la cantera estaba a algo más de un kilómetro al este de la ciudad, era del tamaño de una laguna y tan profundo que los menores de dieciséis años tenían prohibido ir a nadar en él. Yo solo lo conocía de oídas. Es un pozo sin fondo, decía la gente, y como a mí me maravillaba eso de que si cavas y cavas en línea recta acabas saliendo en China, me lo creía a pies juntillas”
 
Adiós, hasta mañana, William Maxwell
Esta semana ha estado iluminada por “Adiós, hasta mañana” de William Maxwell, una novela corta absolutamente asombrosa, con la tierna sabiduría que dan los textos delicadamente transparentes… las palabras no ocultan las emociones, es como si se apartasen y las dejasen fluir entre las líneas. Cuenta una tragedia sin utilizar recursos fáciles, no lloras al leer esta novela, porque no provoca pena, lo que provoca es una suerte extraña de impotencia. Ves el sufrimiento, tan innecesario como seguramente inevitable, que acarrean consigo algunas vidas y sabes que nada puede hacerse, que a veces no hay remedio, nadie dijo nunca que la vida fuese justa y por lo tanto, nadie nos lo debe.
“Adiós, hasta mañana” es la historia de dos momentos de silencio, que son como dos heridas. La historia de una esperanza teñida de remordimiento, de un “de haber hablado entonces, tal vez…”. Leyéndola sabemos que probablemente nada podía hacerse, pero necesitamos pensar, como el protagonista, que las personas tenemos el poder de evitar la tristeza de los que amamos, de cambiar el rumbo de sus vidas, deseamos creer que sus actos hubiesen sido otros de saberse queridos, y que, en definitiva, nuestro amor puede ser la salvación de alguien. Es una novela triste que nos enseña que el silencio, a veces, es peor que la peor de las palabras, porque incluso esa, nos acerca al otro.
Las palabras también nos salvan de la soledad.
………….
También esta semana, me dijeron algo que me hizo recordar a mi protagonista de novela preferida: Elizabeth Bennet (un personaje al que el cine ha maltratado, deformándolo hasta alejarlo peligrosamente de la Lizzy que imaginó Austen). Me sentí muy identificada con ella cuando leí por primera vez el texto, supongo que porque tengo lo peor de ella: soy orgullosa.
Siempre me ha sorprendido que siendo una de las novelas más leídas de la historia, la gente todavía confunda a los protagonistas. ¿Darcy orgulloso? no, por favor, Darcy es poderoso y el riesgo que corre es el de despreciar a una mujer singular, solo porque aparece ante él rodeada de vulgaridad… ¡está lleno de prejuicios! Es ella la que tiene ese orgullo del pobre, del que teme que le hagan daño sin ni siquiera darse cuenta de que sufre. Es ella la que llora por dentro, mientras levanta la barbilla y finge que todo le da igual.
Me encanta esa novela. Los opuestos se atraen, se acercan y descubren que no son tan opuestos después de todo… Pero para eso también deben vencer un silencio, no tan distinto del que pintó Maxwell. Cuando uno no dice lo que siente, la interpretación del otro siempre sospecha lo que alimenta su propia realidad: si está alegre imagina maravillas que le iluminan la vida, si triste, lo que interpreta lo desespera.
Pero si uno calla, el otro quizás debería preguntar… y la respuesta, seguramente, le sorprendería.
¡Feliz domingo, socios!
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