A veces pienso que nunca conocemos del todo a los demás; de hecho, ni siquiera somos capaces de intuir nuestras propias reacciones ante lo que se supone que es la vida: cosas que te van pasando, con cronología, pero sin orden alguno.
Esta semana he faltado a nuestra cita dominical porque he estado en Ibiza, con dos personas a las que quería mucho, pero no conocía en absoluto. Parece que hace mil años (¿los hace?) que fuimos adolescentes (más o menos rebeldes) y coincidieron nuestros momentos cotidianos durante ¿4? ¿5 años a lo sumo?. Pero ese tiempo se nos grabó a fuego (no sé si eso es general o sólo nuestro) y tras tanto tiempo sin vernos, la relación fluyó con la misma confianza de antes… pero entre gente distinta.
Ninguna de nosotras somos la misma. Fue desconcertante y por ello me gustó. Era como abrir una caja desconocida, sabiendo de antemano que me gustaría lo que iba a encontrar dentro.
Pasaron cosas divertidas (reserva equivocada de cutre-hotel maquinero, que cambiamos hábilmente por elegante lujo de La Prairie) y pasaron cosas tristes (recuerdos de vivencias no siempre alegres), que discurrieron sobre un fondo de amistad incondicional.
Pasó, en definitiva, la vida por nosotras, o a través de nosotras, como prefiráis. Y nos miramos y nos vimos. Todo nos hacía gracia y nos moríamos de la risa, sabiendo que la amistad retomada quedará para siempre, creciendo en nuestros espíritus adultos (más o menos sensatos), como antes lo hicieron en aquellas que fuimos nosotras a los 14 años.