Dado que he decidido tener personalidad múltiple (virtualmente hablando), y siendo coherente con ello, compruebo que, si no hablo de trabajo, poca cosa os puedo contar de esta semana pasada… bueno sí, ¡he ido a la peluquería!
Vosotros pensaréis que eso es normal. Vale, normal sí es, pero habitual en absoluto, porque mi pelo (y lo manoseadas que parecían las revistas de cotilleos que yo leía como si fuesen nuevas) denotaba claramente que había demorado demasiado mi cita con la psico-pelu, que es como yo la llamo ahora.
No es que vaya mucho, pero de vez en cuando (ninguna miseria humana me es ajena… las canas la que menos), me paso a hacerles una visita. Total, tengo la peluquería debajo de casa y dan horas concertadas (con las que, además, cumplen), así que muchas veces pienso que debería esmerarme más en tener un aspecto impecable.
Sin embargo, y a lo que iba, mi peluquera es una auténtica psicóloga del peine. Iba yo el otro día con un aspecto de esos que casi asustan y al salir del lava-cabezas, me senté frente al espejo y bajé inmediatamente la cabeza para “ver los santos” de una de las maltrechas revistas. Cuando, al poco, levanto la vista y me veo peinada… ahí sí que me asusté… “¡no puede ser! ¿ya está?” y va y me contesta ella, con una sonrisa: “No, no, acabo de empezar, pero siempre seco primero la parte de delante, para que no os deprimáis al miraros al espejo”… ¡genial!
Podría deciros un montón de sitios donde no piensan tanto en la salud mental del cliente: esos restaurantes en los que hay que esperar mesa y no tienen ni siquiera una barra para ir tomándote una caña y disimular la espera, o esas tiendas con probadores mínimos que te obligan a exponer públicamente las lorzas que se te escapan por encima de la cinturilla de la falda que estás dudando si comprarte, los cines que abren la taquilla 10 minutos antes de empezar la sesión, pensando en el tiempo que ellos necesitan para vender las entradas y no en el que tú pasas haciendo cola y expuesta a la lluvia o al sol más criminal… en fin, ante estas actitudes, la de mi peluquera me parece de una sensibilidad exquisita… ¡y lo es!.
Uno de esos gestos de buena educación, discretos, pero que tanto bien hacen al espíritu.
¡Hasta la vista, socios!
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