Hoy, ya antes de empezar a escribir, sé que no será este mi mejor post, porque ando con dificultades para el relato, después de pasar ayer un día de migraña, que me dejó como aturdida. Una pena, porque yo quería hablar aquí hoy de los placeres que el intelecto nos proporciona… justo un día en el que no tengo las neuronas para fiestas.

«Buscar lo diferente es observar; buscar lo común es comprender» dice Wagensberg en «El gozo intelectual«, un libro que acabo de leer y del que, hoy al menos, no me siento con fuerzas para hablaos como se merece, pero que os recomiendo sin dudar. Es un ensayo sobre el íntimo placer que sentimos cuando algo se nos revela de una forma nítida, cuando por fin comprendemos aquello que hemos deseado saber durante largo tiempo. Jorge Wagensberg ha escrito un libro para leer despacio, a ratos perdidos. Os recomiendo especialmente si os decidís a leerlo que, cuando lleguéis a  la parte final, en la que el autor relata experiencias donde se mezclan a partes iguales inteligibilidad y belleza, os detengáis, dejéis reposar cada fragmento y recapacitéis sobre lo que dice, buscando referencias propias de un gozo similar… es lo que yo he hecho y creo que esa actitud ha sido culpable, en gran parte, del placer que me ha proporcionado la lectura de este magnífico ensayo.

Buscar lo común en lo diferente es lo que intento hacer siempre que puedo. Encontrar aquello que me une, sin menospreciar lo que me separa, de los otros, de vosotros. Y dejo la reflexión pendiente para que hablemos un día en el que mi cabeza no flote sobre mis hombros, sufriendo esta especie de resaca extraña, que me mantiene dispersa.

Pero esta semana me ha pasado otra cosa, importante también: he despedido al verano, ¿para qué esperar a que se vaya definitivamente?, no me gustan los abrazos junto al tren en marcha. Mejor nos decimos adiós ahora y él va haciendo las maletas mientras yo me preparo para recibir la brisa, la lluvia y el primer escalofrío al caer la tarde.

Y es que la estación del año que prefiero, con diferencia, es el otoño. No lo digo porque ahuyente el calor sofocante del verano, ni por el aroma a tierra mojada que a veces nos regala; eso me gusta, claro, de la misma forma que me gusta ver la ciudad otra vez viva, en toda su plenitud… Pero lo que adoro del otoño es esa luz blanca y fría, que ilumina los días.

Este año la noté por primera vez el viernes, al volver del cine. Sentí que había recuperado la tarde, perdida en verano entre sol y calores, como una absurda prolongación de la mañana.
Las tardes de otoño son lo mejor del año.
Lo sé, me precipito, todavía faltan unos días para poder decirlo oficialmente, pero alguien tiene que preparar el terreno, alguien debe extender la alfombra roja sobre la que se deslice. ¡Uno llega más alegre cuando sabe que le están esperando!
Luz de tarde
 
Me da pena pensar que algún día querré ver de nuevo este espacio,

tornar a este instante.

Me da pena soñarme rompiendo mis alas
contra muros que se alzan e impiden que pueda volver a encontrarme.
 
Estas ramas en flor que palpitan y rompen alegres
la apariencia tranquila del aire,

esas olas que mojan mis pies de crujiente hermosura,

el muchacho que guarda en su frente la luz de la tarde,

ese blanco pañuelo caído tal vez de unas manos,

cuando ya no esperaban que un beso de amor las rozase…
 
Me da pena mirar estas cosas, querer estas cosas, guardar estas cosas.

Me da pena soñarme volviendo a buscarlas, volviendo a buscarme,

poblando otra tarde como ésta de ramas que guarde en mi alma,

aprendiendo en mí mismo que un sueño no puede volver otra vez a soñarse.
 
José Hierro. Alegría (1947)
(sí, ya sé, Hierro y yo no hablamos aquí del mismo otoño… pero el poema es precioso y un poema en este espacio, nunca está de más).¡Feliz domingo, socios!

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El viernes fui a ver «Bright Star», la película de Jane Campion sobre la vida de John Keats. ¿Cómo puede una mala película ser tan bella?. No me gustó, es más, me aburrió solemnemente (y me irritó, porque iba predispuesta a entregarme y disfrutar viéndola). Lo peor que puede decirse de una historia de amor cinematográfica es que no te la crees… y además, ¿cómo iba Keats a ser tan insípido, tan falto de gracia y de atractivo?… y sobre todo, ¿cómo podría un poeta ser tan tibio en el amor?
Me molestó, también, el engaño que encierra el final, ese no contar para que supongamos una mentira. Fanny se enamoró de Keats con 18 años y tenía 20 cuando él murió. Campion da a entender que no hubo más hombres en su vida, pero lo cierto es que más tarde se casó y tuvo 3 hijos… y eso no hace su amor por Keats menos intenso (de hecho, en algunos aspectos, actuó como su viuda hasta el final), eso, sencillamente, es la vida, que sigue y se propaga.
Y sin embargo, a pesar de todo, me alegro de haber ido a ver la película, porque Campion fotografía la luz y la brisa (sobre todo la brisa) como nadie… te embelesas mirando la pantalla como si fuese un cuadro. Tal vez debería proyectarse sin sonido…
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