Tras una semana eminentemente culinaria, llega el domingo y no tengo la menor intención de cocinar. Así que posiblemente trabaje un rato y dedique el resto del tiempo a soñar.

Últimamente disfruto del placer de dormir, como nunca antes, será porque al trabajar en casa tomo más café (lo siento, pero a mí me ayuda a dormir, la tensión baja produce insomnio y yo acostumbro a tenerla por los suelos, así que la aumento a base de café… eso es medicina basada en la evidencia y lo demás son tonterías) o porque mis despertares se adaptan a mis ritmos, lejos del odiado despertador, pero hay días que incluso me apetece una pequeña siesta… y me la regalo, ¡porque yo lo valgo!
El caso es que duermo más y sueño mucho, o lo recuerdo, que, como decía el poeta, no es lo mismo, pero es igual.
El otro día, tomándonos el café en el Forn Mistral, T. y yo estuvimos recapacitando sobre porqué nos gustaban tanto el cine y la lectura y llegamos a la conclusión de que era porque nos permitía vivir más vidas que las nuestras, que, creedme, visto lo visto, no están mal, pero si bien es cierto que sólo se vive una vez, también lo es que en la variedad está el gusto.
Por eso antes me resistía tanto a mezclar mi vida laboral con la privada y aprovechaba esa hora larga que tardaba en desplazarme de casa al trabajo y viceversa, para desconectar completamente los dos “modos” (sobre todo por lo que hace a “viceversa”). También así me parecía que vivía más.
Ahora sueño y una de las ventajas que tiene eso, es que en sueños todo es posible: que pasen cosas que nunca pasarán (y que no nos dé miedo especular con ello) y que no hayan pasado otras que sí, desgraciadamente (o no, nunca lo sabremos) pasaron.
Y es que yo, desde pequeñita, siempre he sabido cuando estaba soñando. Daba igual que fuera dormida o despierta, nunca le he puesto límites a la imaginación, porque he sido consciente de que aquello no era real.
El siguiente paso es escribir, pero la vida es larga y a mí me gusta tener siempre un reto al que agarrarme para no entrar en estado comatoso (ese en el que todo te da igual y malgastas tu tiempo sin sentir nada… ese en el que hay gente que vive por decisión propia). Tal vez, cuando me jubile, me encierre en una habitación a escribir… que no es lo mismo que publicar, ¡que no se espante nadie!
De momento, esta semana he vivido, en paralelo a la mía, la “vida” de Martin Beck, el policía sueco creado por Maj Sjöwall y Per Wahlöö. Cuatro novelas del tirón (las que hay publicadas, que RBA nos las está dosificando y traduce una por año), a cual mejor, porque, cómo todos los buenos artesanos, van mejorando a medida que practican el oficio y si la primera, “Roseanna”, es buena, la cuarta, “El policía que ríe”, es fantástica.
Ahora que empieza el frío, ¿qué mejor que acurrucarse en un sillón a leer una buena novela policíaca, con un te caliente a mano?… supongo que sí, que hay cosas mejores, pero al caer la tarde, os aseguro que reconforta.
Hoy he soñado y quiero continuar haciéndolo, ahora despierta, con “El otro nombre de Laura” de Benjamin Black (pseudónimo de John Banville, ¡otro que quiere vivir más de una vida a la vez!). Y, en paralelo, continúo con “El elemento”, sin duda el ensayo más ameno que he leído nunca.
Este domingo no toca “Bon Appetit” (aunque la receta de Julia la haré en cuanto refresque un poco más), pero si “buena lectura”… apa, ¡a soñar, socios!
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