«El gran problema, el problema universal, es cómo estar siempre de viaje y aun así ver lo que verías si no tuvieses más remedio que quedarte en casa: un gato negro en un jardín, moviéndose entre las hojas de unos gladiolos detrás de un arbusto de lilas. Cómo conservar la suficiente indiferencia y tranquilidad interior para que cuando el gato se suba de un salto a la pared del jardín, vuelva a bajar y desaparezca, lo veas y lo recuerdes y en ese momento no estés absorto en la sequedad de tus manos.»

 
La hoja plegada, William Maxwell

 

Casi todos los días, antes de acostarme me acerco a la ventana del despachito, levanto un poco la cortina y miro si hay estrellas en el trozo de cielo que veo desde allí.

Si me encuentro con un firmamento plagado de luces, me pongo contenta y pienso que me espera una de esas noches en las que la vida parece alargarse, permitiéndome ser feliz también mientras duermo. Si, por el contrario, todo está oscuro, como un fragmento de cuenco invertido en el que se deposita el aire, me acuesto convencida de que, por mucho que sueñe, no recordaré nada al día siguiente y habré perdido unas preciosas horas que deberé recuperar por la mañana. Me levantaré entonces frenética y probablemente viviré ese día deprisa, empujando el minutero, de manera que no veré lo que sucede con esa serenidad que tan bien describe Maxwell, obsesionada como estaré por recuperar un tiempo que nunca fue mío.

Más que leerlo, creo que me he bebido este libro a sorbitos. Disfrutando incluso de algunas escenas que creo simbólicas y que pertenecen a un universo masculino desconocido para mí. Eso es bueno. Las novelas suelen relatar solo aquello con lo que el lector puede identificarse, los escritores no arriesgan ni se esfuerzan por llegar a lo profundo, dejando inexplorados esos rincones que a veces solo comprende uno mismo. Pero en esta, Maxwell nos cuenta la verdad.

Me está faltando últimamente tiempo para leer. Lo sabía cuando compré la novela y he hecho lo que hago siempre en estos casos: ir despacio. Si intento leer deprisa, me desboco y paso por las historias igual que corro bajo la lluvia fina: sin dejar que me empapen. He frenado por tanto el paso y he alzado la vista al acabar, he tomado aire y entonces (y solo entonces) he hecho lo que no hago nunca: he leído las solapas. ¡Menos mal! porque allí me esperaba una maravillosa fotografía de Maxwell. Resulta que ese hombre guapo que me ha tenido esclava de sus textos estos días, fue primero lector, luego editor y finalmente se convirtió en un escritor exquisito. El proceso es atrayente y parece la secuencia lógica de todo buen novelista.

No había pasado ni media hora desde que guardé el libro en la biblioteca cuando, como por una mágica conjunción de los astros, llamó T. para hablar de nuestro aplazado viaje a Londres. Desde hace un tiempo intentamos pasar cada año unos días juntas y lejos. Descansar también del paisaje y del idioma. Disfrutar de la otredad en compañía y reforzar unos lazos de hermandad que han demostrado ser más fuertes y más tozudos que los caprichos de la genética (a los que, por otra parte, nunca he dado demasiado crédito).

Pienso en ese hotel junto a Hyde Park en el que nos alojamos no hace tanto, en la velada teatral que quedó pendiente, en los paseos por la ciudad, en las cenas a base de sushi y pasteles de fresas, en las risas, en las compras, en las charlas y en la complicidad. Pienso sobre todo en unos días escasos pero largos, donde cabrán muchas cosas que no caben ahora en estos, con tantos proyectos que me mantienen quieta ante esta pantalla. Y regreso al libro para releer el párrafo que había remarcado para escribir aquí y pienso en el truco que emplearé para conservar esa mirada maxwelliana y contemplar lo nuevo con la paz con que se contemplan las cosas cotidianas. Para irme pero disfrutar como si me quedara en casa

Recorreré Londres con algunos sueños cumplidos ya. Y lo haré pronto. Octubre será un buen mes.

…..

Una de las cosas que más me gustan de este Club es que es real. Siempre que os veo os reconozco y me reconocéis en la persona que publica unas líneas aquí cada domingo. Los abrazos son reales. El que nos dimos el miércoles Isabel y yo, también lo fue. Me hace feliz encontrarme con vosotros y que os identifiquéis, aunque en este caso no hizo falta… ella creía que no lo haría, pero supe quien era nada más verla. La letra casi siempre es fiel representando a las personas.

(Ah, por cierto, antes de que se me olvide, os quería yo decir que esta semana he vuelto a ver a Barbra, Lauren y Jeff -¡ay, Jeff!- y, aunque me reafirmo en que las comedias románticas son malas para la salud de las personas, se me ha quedado la música pegada al oído y Jeff -insisto… ¡ay, Jeff!- pegado a la retina.)

¡Feliz domingo, socios!
www.elclubdelosdomingos.com