Mi corazón acepta todas las creencias. Prado es para las gacelas y convento para el monje, templo para ídolos, Kabila para peregrinos, tablas de Torá y libro de Corán. Profeso la religión del amor doquiera cabalguen sus monturas, pues el amor es mi sola religión y mi fe.
Ibn Arabí. Murcia 1154 – Damasco 1240
Inscripción situada en la entrada del Museo del Monasterio de Santa Clara la Real.

No vayáis nunca a Murcia.

No vayáis, hacedme caso, porque descubriréis una catedral donde el gótico se modera con elementos renacentistas, barrocos y neoclásicos y se hace más cercano, más auténtico en su mezcla. Una catedral en la que existe un “penitenciario” y una “Capilla de la soledad”, porque los murcianos saben que la soledad necesita de consuelo. Fue allí donde debí empezar a sospechar el viernes por la mañana.

Pero en vez de eso, me fui a oler azahar al jardín de Santa Clara la Real y a respirar silencio sentada en un banco frente al verdor de su alberca. De allí me sacó Enrique, a regañadientes, para la temida entrevista en Onda Regional. Sí, temida, porque reconozco que me costó entenderlo, a pesar de que una hora antes, la mujer de melena rubia, al preguntarle la dirección del convento, se ofreció a acompañarme y acabamos paradas bajo la lluvia, contándonos la vida y escuchándonos –qué eso es lo difícil-. Era otra pista, pero tampoco la supe ver, soy torpe para esas cosas.

Luego vino la avalancha: el fotógrafo de La Verdad que nos esperaba a la entrada de la emisora para hacernos las fotografías que ilustrarán la entrevista, mi reencuentro con Maribel que me calmó y me dio confianza, y sobre todo conocer a Lola Martínez y Miguel Massotti. Fue cruzar dos palabras y saber que lo haría bien, porque ellos se encargarían de que lo hiciese bien. Los profesionales consiguen esas cosas y para captar a los que lo son sí que tengo ojo clínico. Disfruté tanto que al final me supo a poco.

Tras un buen plato de migas llegó el descanso en el hotel y otra vez las prisas de Enrique: recto por la calle de Correos, ves el ficus y giras a la derecha no a la izquierda, como cuando fuiste a Las Claras -¡pero si yo no giré, si a mí me giraron!-, enseguida verás la librería, no tiene pérdida. A Alfonso, el librero, lo había conocido la tarde anterior y sabía de su amor por los libros, pero no imaginé tanto cuidado, tanto esmero para presentar una novela de dos escritores noveles. Empezó a llegar gente y con ella las presentaciones. Conocí a Domingo, el hombre que ha hecho que Después del diluvio parezca por fuera lo que es por dentro, el hombre que vio a Julia antes que nosotros y que más tarde me dijo «Quiero ser yo quien os haga todas las portadas» ¡y lo dijo como si el regalo se lo hiciésemos nosotros a él! ¿Pero estas cosas pasan de verdad, esta gente es real o estoy soñando?

Llega un fotógrafo de «La Opinión» y nos hace unas fotos que saldrán al día siguiente en el periódico. Nos da indicaciones que obedecemos sin rechistar. En ese momento me doy cuenta de que no recuerdo nada de lo que tengo que decir…

Nos sentamos. Mientras, el público se acomoda. Hay personas de pie, se ha superado el aforo, pero nadie hace un gesto que denote queja. Helena conducirá la presentación y cuchicheamos «¿cómo vas a darme pie?», «diré esta frase y luego ya te paso la palabra». Se palpa un silencio expectante ¿de verdad quieren saber lo que tenemos que decir? ¿todos? No puedo creerme lo que veo. Vamos allá.

Tras la introducción de Helena, hablo yo, no creo que se me note, pero estoy insegura y busco una mirada salvadora. Siempre hay alguien generoso entre el público que acude a un evento y es mi tarde de suerte. Su mirada me tranquiliza, me anima a seguir hablando, su media sonrisa me dice que lo estoy haciendo mejor de lo que lo estoy haciendo en realidad y avanzo tranquila sin tener que pasar el mal trago de buscar lo que he escrito en el papel que tengo sobre la mesa. Gracias, Antonio.

Aplauden. Helena le pasa el micrófono a Enrique, que habla de la música de la literatura ¡cuántas veces he pensado yo en eso y qué difícil es contarlo tan bien como lo contó él! Aplausos y turno de preguntas.

Es entonces cuando más disfruto. Contar por fin que esta es una novela, pero no solo una novela, que es una historia de amor entre personajes, sí, pero también una historia de amistad entre escritores. Porque me siento escritora por fin. Les digo lo que he pensado siempre, que una novela no lo es hasta que aparece el lector y le regala parte de su tiempo -de su vida- pero me callo lo importante: un escritor no lo es hasta que tiene lectores y ellos acaban de convertirme en escritora a mí.

Empiezan las dedicatorias, muchas caras conocidas para mí aunque yo haya sido una incógnita para ellos hasta esa tarde. Las palabras fluyen fácilmente cuando los ojos que te miran irradian cariño.

Y salimos a un extraño frío murciano. Nos vamos de tapeo a El Palco y descubro las «marineras» y los «caballitos», mientras conversamos con Jesús, con Pedro, con Anamary que es todo alegría, con Alfonso que emigró por amor, con Maruja que me habló de ese club de lectura de Pulpí, al que le hice una promesa que cumpliré, como intento hacer con todas las que hago. Nos quemamos el paladar con el «croquetón» y nos arden los labios con las patatas bravas, pero nadie quiere dejar de hablar ¡teníamos tanto que decirnos sin saberlo!

Ana Laura me hace un regalo que todavía no sé qué significa -«pregúntale a Enrique», me dice ella antes de marcharse-, pero que, estoy segura, voy a conservar para siempre.

El grupo se reduce y llegan las copas. Y conozco por fin a la persona para la que, sin saberlo, he escrito la novela. Me habla de una escena. De las pocas que recuerdo haber escrito del tirón, de las que menos retocamos si es que llegamos a hacerlo, aunque eso no se lo digo. No lo contaba todo -ninguna escena de la novela lo hace-, ella debía rellenar los huecos y lo hizo con la misma sustancia con la que yo la había escrito. Puso su alma y logró que todo encajase, exactamente igual que soñé que alguna vez, alguien desconocido podía hacerlo. Y llegaron las lágrimas -«J’aimais jusqu’à ses pleurs que je faisais couler«, dijo Racine- y el abrazo y el poner palabras al milagro que acabábamos de vivir.

El día fue largo y ya en el hotel noté el agotamiento y caí rendida en la cama.

El sábado amaneció suavemente. Desayunando, leí un mensaje escueto del hombre que sabe decirlo todo con dos palabras y contesté como pude, embotada como tenía la cabeza con tanto cariño del que se regala sin alharacas, del que no se despide nunca, sino que se empeña en que todo sea un comienzo, del que te da la gente que está convencida de que te lo mereces, sea o no sea eso verdad.

En el paseo de la mañana fui desobediente y no acudí a museos ni a sitios emblemáticos, sino que decidí pasear por las calles del casco antiguo, volví a la Capilla de la Soledad y al Café Lab, compré en Salzillo el té de especias que estoy tomando ahora, porque me resisto a dejar del todo la ciudad que tanto me ha dado sin saberlo. Me perdí y pregunté y se volvió a repetir la historia, esta vez con una madre y una hija: «no te preocupes, si vamos de rebajas, ya ves qué urgencia…» y me dejaron en la puerta de «La peladilla» que era el sitio que me habían recomendado en el hotel para comprar los «cordiales» que probamos anoche en casa y tomaremos hoy con el café.

Y todavía tuve tiempo para encontrarme en la estación a un murciano que ama Barcelona. Venía de recorrer Sudamérica con su mochila al hombro y partía en mi mismo tren. Me pidió que le hiciese una foto para su álbum de viajes. «¿Y tú cómo es que has venido a Murcia?». Le conté que había presentado una novela. «¡Ya decía yo que tenías pinta de escritora!». Subimos cada uno a nuestro vagón deseándonos buena suerte.

El tren partió y me embargó una tristeza de la que solo me salvaron los abrazos que me esperaban en casa.

No vayáis nunca a Murcia, hacedme caso, no corráis ese riesgo.

No se os ocurra ir, sed prudentes, dejad que la ignorancia os libre de esta nostalgia.