El mío ha sido un largo camino hacia el desnudamiento de la palabra: desde las primeras tentativas de escribir, cuando era jovencito en una prosa abigarrada, llena de palabras que hoy me dan vergüenza, hasta llegar a un lenguaje que yo quisiera que fuera cada vez más claro, sencillo, y por lo tanto más complejo, porque la sencillez es la hija de una complejidad de creación que no se nota ni tiene que notarse.
Eduardo Galeano.
Hacía un buen rato que había entrado en la cafetería, llena a rebosar a aquellas horas, y se había sentado en el rincón más apartado, junto a una ventana baja, lo más alejada posible de la puerta de entrada. De repente le pareció que estaba buscando la ventaja estratégica de ver sin ser vista, como si eso fuera factible y no hubiese siempre alguien capaz de fijarse en cualquiera.
Divertida, se imaginó pidiendo un güisqui a aquellas horas –porque pensó que tomar una bebida alcohólica le haría sentirse una mujer enigmática- y miró a través de la ventana la calle helada. Durante la noche no había parado de nevar en la ciudad y la temperatura era tan baja que, en calles poco concurridas como aquella, las aceras seguían peligrosamente cubiertas de una fina capa de hielo.
Dobló el abrigo y lo dejó sobre el respaldo de la silla que ocupaba, colocó el bolso encima de la mesa, pegado a la pared, y extrajo de él una libretita y un lápiz minúsculos.
– ¿Café con leche, descafeinado de máquina, con la leche templada y sacarina? –dijo él, sonriente mientras pasaba una innecesaria bayeta por la marmolea superficie de la
mesa.
Miró de reojo al camarero que, como cada mañana, había acudido nada más verla entrar.
– Sí, por favor.
– ¿Magdalena o cruasán?
– Magdalena, gracias.
Por un momento, sintió la tentación de contarle que aquel día la pausa para el café no era igual que ninguna otra de las muchas que la habían precedido, pero ¿por qué iba a interesarle a aquel hombre que a ella le acabasen de dar un papelito en la función de Navidad del Centro Cívico de su barrio? Y además, era una tontería, solo diría una frase y ni siquiera actuarían en un auténtico teatro. Envejecer no es algo con lo que uno sueñe, siempre nos parece una traición del tiempo y de la vida, y ella supo que había envejecido la tarde anterior, cuando le dieron el papel de la vieja criada que debía anunciar la llegada del marqués, no el de la sufrida esposa, ni el de la amante despechada, no, esos papeles ya siempre serían para otra… pero qué más daba eso ¡ella debutaría!
Miró el reloj de pulsera y le dio el último sorbo al líquido todavía humeante, qué rápido pasaba el tiempo cuando uno estaba contento, ni siquiera había empezado la lista de la compra, que era justo lo que quería hacer en la pausa del desayuno. Volvió a guardar la libreta y el lapicero en el bolso, dejó el dinero en el platillo de madera y se puso el abrigo a todo correr, mientras el camarero la observaba atento detrás de la barra.
Salió del bar con el mismo paso decidido con el que había entrado, dispuesta a cruzar la calle y volver al pequeño y próspero negocio de impresión digital que regentaba.
El camarero fue el primero en reaccionar tras el estruendo. El primero en abrir la puerta y tropezar con ella. El primero en ver las hortensias azules desparramadas por la acera y la sangre vertida sobre la tierra fértil de la maceta. El primero en intentar reanimar su cuerpo, inerte tras el último espasmo. Su primer y último espectador.
Francesca, diciembre 2016
Ejercicio #2. Inesperadamente.