Confieso que hoy no tenía claro de qué escribir, pero me he sentado como siempre: té de canela, música suave, despachito en penumbra… mientras el ordenador se encendía he echado un vistazo a las calles, que antes de amanecer siempre parecen estar esperando recibir un milagro y me he sorprendido a mí misma planteándome publicar algo que hace unos días decidí enterrar en un cajón.

¿Cómo iba yo a saber cuando escribí la historia de Roma que él leía este blog y que todavía recordaba aquella tarde que, incluso para mí que presumo de tener memoria, es poco más que un sueño, una realidad sin aristas, algo muy próximo a la mentira?

Esta semana recibí un mail, donde me cuenta su versión de aquel atardecer. Es su punto de vista, no el mío que eso quede claro. Estoy convencida, además, de que inventa cosas, aunque yo tampoco tengo muy seguro el estar libre de pecado, los recuerdos son traicioneros, entremezclan hechos, deseos, sueños, augurios…

Había decidido no publicar el texto, imprimirlo y leerlo un par de veces… tres tal vez… para luego dejarlo agonizar junto a las fotografías de entonces, en una vieja caja de cartón… pero no sería justo, él también tiene derecho a contar su historia, aunque para mí ya solo sea el hombre que, bajo una preciosa luna de agosto, no quiso bailar…

El post estaba listo para publicar, así que me he sentado en el sillón tranquilamente a acabar de tomarme el te y me he tapado con la mantita gris que compré ayer en las rebajas… creo que me he quedado dormida y he soñado con Roma… y con él.

……..

El camarero cruzó la plaza sorteando palomas y ciclistas hasta llegar a nuestra mesa y dejar, sin perder el equilibrio y mostrándole a ella una sonrisa, un capuchino y un té. Ella llegó tarde, aunque no hasta el extremo de que su retraso provocara mi impaciencia. La sorpresa de verla con un vestido floreado, un poco estridente para mi gusto y quizá ya inadecuado para su edad, y la sensación tranquilizadora que siempre me transmite me hicieron olvidar su tardanza. Lo que sí me molestó un poco más fue que sólo cuando se sentó a mi lado yo me hice visible para el camarero, que hasta entonces al parecer no había considerado que valiera la pena el esfuerzo de cruzar la plaza para atenderme. Ella estaba muy sonriente, como si esa mañana al mirarse al espejo con aquel vestido rescatado del desván se hubiera descubierto a sí misma todavía joven y, dispuesta a aceptar esa primera impresión, se hubiera dado la vuelta y salido casi corriendo a la calle sin mirarse siquiera una vez más de reojo en los escaparates de las tiendas. Lo que no estaba era muy habladora. Algo raro en ella que, por lo que sé, se levanta por las mañanas con la sensación de que el inconveniente de dormir es que no puedes comentar los sueños. En vez de hablar de cómo había pasado la noche, de lo que había hecho esa mañana o, qué se yo, de los planes que teníamos, se dedicaba a mirarme con una sonrisa, como si hubiera descubierto algo mientras yo mojaba un trocito de bollo en la espuma del capuchino. ¿Pasa algo?, le pregunté yo también sonriendo. Pero no dijo nada, se limitó a negar con un movimiento de cabeza sin dejar de sonreír. En vista de lo cual, doblé el periódico y lo aparté a un lado de la mesa. Ahora ya puedo imaginar lo que estaba pensando y que no decía, pero ¿quién sabe? En vista de lo que luego ocurrió, creo que ni ella misma podría haber dado forma a sus pensamientos. A veces lo que pensamos está tan unido a las cosas (las tazas, las horas, el aire todavía fresco a la sombra, la tarde soleada) que las palabras suenan huecas. Tendríamos que decir: esto, este momento lo contiene todo, el pasado y el futuro.

Como no se me ocurría nada que decir y ella permanecía regocijada en su mutismo, eché mano a la mochila y saqué la guía turística, pero entonces me detuvo: “Alto ahí, chaval, yo seré tu guía hoy. Visitaremos la iglesia de San Pietro in Vincoli y veremos la mejor escultura de Miguel Ángel”. Encontramos a Moisés sentado al fondo de la nave central de la basílica. Por extraño que parezca, estábamos solos. Ella caminaba de puntillas sobre el piso reluciente para evitar romper el silencio con sus tacones. Hablábamos en voz baja atemorizados por la severa mirada del Moisés. “¿Has visto qué fuerza?”, susurró, “¿No es la escultura más maravillosa que has visto nunca?” Lo miraba como si fuera la tumba de un anciano al que hubiera tratado tiempo atrás. “No me creo un Moisés débil como lo pintan… me creo este”. Yo nunca había oído hablar de un Moisés débil, pero lo dejé pasar y no le dije nada. Sabía que ella había estado muchas veces allí, que era una especie de lugar de promesas, pero desconocía el motivo de su devoción. ¿Qué había encontrado allí la primera vez? ¿Un consuelo a su soledad? ¿Alguien que escuchó en silencio sus pecados? El gigante miraba a su izquierda, como si estuviera a punto de reñir a algún niño que corriera entre las columnas. Y allá que fue ella. Casi flotando, sin apenas rozar el suelo con sus sandalias blancas, se acercó a un pequeño altar y encendió una vela. Yo me quedé mirando al Moisés. Es verdad que transmite un poder temible. Me fijé en sus piernas, firmes como torres, y en sus pies envueltos en sandalias. Siempre me fijo en los pies de las esculturas antiguas. Creo que los artistas daban mucha importancia a esa parte del cuerpo. Supongo que no les quedaba más remedio puesto que la mayoría de ellas calzaban sandalias que dejaban los dedos y los tobillos a la vista.

Cuando salimos de la iglesia el sol empezaba a declinar, pero todavía hacía mucho calor. Caminamos un buen rato en silencio. La mochila me pesaba y ella caminaba a buen ritmo, como si quisiera alejarse rápidamente de allí. Ya había hecho su ofrenda y estaba preparada para disfrutar del día. Pero esto me lo estoy imaginando, ¡cualquiera sabe qué pasaba por su cabeza en aquellos momentos! Nunca lo averigüé. Tampoco se lo pregunté. Lo que sí le pregunté es por qué había encendido una vela si no era creyente. Antes de que hubiera terminado la frase ya había empezado a hablar: “¡te quejas por todo, hay que ver!, no, no soy creyente, pero me gustan las iglesias y pongo velas… y a veces rezo… deberían estar siempre abiertas, se piensa tan bien en una iglesia… Pero me moriré y se acabará todo. No quiero vivir con esperanza. Lo que sea será. Y no, no me gustan los curas y menos las monjas… ¡Qué mal rollo! anda, vámonos y cambiamos de tema…” Me sujetó del brazo con una mano y cortándome el paso me miró a los ojos. Su mirada era tan lúgubre como la de Moisés, pero su sonrisa dejaba pasar toda la luz de aquel cielo romano. Me guió hacia el interior de una heladería, donde nos refugiamos del calor. Siempre era así: respondía precipitadamente con un afán de ocultar sus verdaderos pensamientos, una estrategia que solo engañaba a quien no la conocía. Después cambiaba de tema, pasaba un rato y, cuando uno ya había olvidado cuál era el motivo de su último arrebato, se quitaba el velo de los ojos y te abría su corazón. Lo mismo ocurrió aquel día, el único en el que Roma me pareció una ciudad en la que refugiarse cuando buscamos la pureza necesaria para recordar sin dolor. Pero su respuesta verdadera no llegó hasta que estaba bien entrada la noche.

Y la noche empezó en una terraza del Trastévere. El camarero extendió sobre la mesa un mantel de cuadros y colocó en el centro un candil en el que se agitaba una débil llama. Solo me dejó pedir el vino, uno ‘bianco de la casa’ servido en una jarrita de cristal; todo lo demás fue elección suya. Miraba la pizarra que estaba apoyada a un lado de la puerta de la tasca y recitaba los platos que le apetecían. “Es bonito el sitio ¿verdad?… ¿qué pedimos? Va, cosas diferentes y así probamos más platos… un poco de vino tomaría, pero escoge tú… Me encantan los camareros romanos, siempre sonrientes… anda, busca que seguro que en la mochila llevas un chal blanco que me compré en Viena… es que refresca… ¿lo ves? ¡nuevo como el primer día!… se agradece, me estaba quedando helada”. La luz de dos farolitos que colgaban a los lados de la puerta se reflejaba en el chal blanco que se había echado sobre los hombros y su piel brillaba con una extraña nitidez. Me preguntó por qué creía que se encendían velas en las iglesias. Le contesté que cada luz representa el alma de alguien o el Espíritu Santo o una guía en la oscuridad. En realidad nunca lo había pensado. Ella me dijo que el exceso de luz también nos puede cegar. Como nos ocurrió cuando salimos de la iglesia de San Pietro in Vincoli, donde Moisés nos vigilaba desde la penumbra. El vino estaba muy frío y brillaba en la superficie con destellos anaranjados. Recuerdo que daba tres sorbitos cada vez sin despegar los labios de la copa, y después sujetaba la copa un instante en el aire antes de volver a dejarla sobre el mantel. Tenía las manos pequeñas, la piel fina y bronceada, y los brazos delgados aunque las mangas le apretaban un poco. La luz amarillenta de los faroles suavizaba los colores del vestido y dejaba en sombra las costuras desgastadas. “¿Ahora?… ahora vamos a la Fontana… vamos a hacer el guiri… somos guiris y pienso meter los pies en la fuente…” Se puso en pie con el mismo ímpetu de una niña a la que llamaran para recibir un regalo y me animó a apagar el cigarrillo, apurar un vaso de licor y seguirla. Yo me dejaba llevar. Paseamos un rato y a medio camino se detuvo y se sentó en un banco para quitarse las sandalias. “Me están matando… además no me hacen más guapa… no me riñas encima, que bastante me arrepiento de habérmelas puesto, ya sé que no hacía falta… me descalzo y a tomar viento… pues si no me ves la cara cuando te hablo te agachas, chaval, si es que la cuestión es quejarse…” A mí me divertían esos arrebatos y en realidad no tenía que agacharme para ponerme a su altura. Lo que sí me hubiera gustado es haberla fotografiado en aquel momento, cuando la vi alejarse de espaldas, sola en medio de una callejuela, medio cuerpo en sombras y el chal blanco destellando bajo las farolas. Parecía tan frágil y joven a punto de esconderse en la oscuridad…

Fotografía: E.A.