Cuando lees una novela estás deseando que llegue el final para descubrir el significado y, sin embargo, cuando al cabo del tiempo piensas en ella, e incluso la revisas, a menudo no eres capaz de recordar cómo termina. Lo importante no está en el final. ¿No es curioso? Pasa lo mismo con las historias que vivimos. ¿A quién le interesa cómo acabaron? Nos deslizamos por los recuerdos a través de una línea de puntos que aparecen y desaparecen, aparentemente de forma caprichosa. Lo que en un instante se ve lleno de luz, al momento siguiente puede oscurecerse. Lo que más cierto nos parecía, se tambalea cuando lo vemos desde otro lugar, como una roca en medio de un río.
Así es como Alessandro Baricco recomienda que debemos leer su última novela: como si estuviéramos patinando. Porque así la escribió él, poniendo palabras sobre hielo resbaladizo. Las peripecias no se acumulan de estación en estación como si las transportara un tren por una geografía conocida, sino que se dispersan como puntos de luz en un mar de hielo. La verdad no nos espera al final, sino en alguno de los surcos trazados después de dar vueltas y vueltas por el mismo sitio. Lo importante es el movimiento. “Puedes reaccionar de dos maneras”, dice Baricco, “tener miedo y ponerte rígido y entonces será difícil; o actuar como un niño y ponerte a patinar y entonces será placentero”.
Cuando patinamos no esperamos nada: ni llegar a ningún sitio, ni contemplar un bello paisaje. Basta con doblar la rodilla en el momento preciso, inclinar el hombro un poco, sentir la brisa en la cara, deslizarse como si el viento mismo nos envolviera. Quien lo ha hecho alguna vez reconocerá esa sensación (similar quizá a la de bucear o volar) de desprenderse del peso del cuerpo a través de un equilibrio que es más perfecto cuanto más te olvidas de él. Aprendemos a través del cuerpo. ¿Por qué no vivir también así? Deslizarse sobre el hielo sería como encontrar algo cuando no esperas nada, como esperar sin esperar. Y descubrir que en cada caprichoso punto de luz hay algo que emerge a la superficie desde no se sabe dónde, invitándonos a seguir hacia el siguiente, como en un juego de relevos, hasta unirlos todos y formar una línea que transforme la pista en un reflejo que reconocemos.
Imagen: The skater (Sir John Lavery, 1912).
Artículo publicado el 15 de diciembre de 2016 en el periódico La Opinión de Murcia.