Cuando miró desde lo alto comprendió cosas que antes no entendía. Se asomó al borde rodeado de aire y la vio a ella, muy pequeña, mirando a su vez hacia arriba haciéndose visera con la mano para protegerse de la luz. Era ella y no era ella. Minutos antes de la elevación, se había presentado con un chubasquero plateado y con la capucha puesta encima de un gorro de lana. No habían podido cruzar palabra, ya que él se había subido a la barquilla y permanecía junto al depósito de gas comprimido, muy atento a las maniobras de despegue. Al percatarse de su presencia, no tuvo tiempo más que de saludarla con la mano.

Él se había puesto su traje más elegante y unos guantes de piel a juego con la corbata y la banda del sombrero. Y así, erguido al borde de la cesta, con el bastón colgado del antebrazo, le hizo un gesto de despedida interrumpido por la sacudida de la vela cuando el piloto accionó el quemador. Ella se quedó quieta, como si estuviera atada a la tierra, y se empequeñeció rápidamente en medio de la explanada de hierba, hasta que su chubasquero plateado se confundió con la grupa de los caballos, los tejados de pizarra y la raya de tiza del camino.

Ella no había querido subir. Decía que prefería la vida a ras de suelo. Él le dijo que deseaba probar, aunque fuera una sola vez, qué significaba flotar a merced del viento. No era por miedo, le aclaró ella. Tampoco temía que el viento lo alejara, y confiaba en que lo que él iba a ver sería lo mismo que ella vería. Suspendido en el aire, él la distinguía quieta como un árbol y entonces comprendió que su vuelo no era más que el aliento de la sombra que ella proyectaba sobre la hierba.

Imagen: Theodore Robinson. Valley of the Seine, Giverny, 1887.

Artículo publicado el 13 de noviembre de 2014 en el periódico La Opinión de Murcia.