Una carretera bordeada de cañas que desciende en línea recta como un reflejo del pueblo blanco en dirección a una playa larga y ancha. Un hostal frente al mar desde el que podíamos contemplar a lo lejos las velas de los barcos. El desayuno preparado: café con leche, panecillos con mantequilla, huevos revueltos. Y ella esperando en la terraza con gafas de sol, una camiseta de marinero, el pelo corto todavía mojado, el periódico desplegado en el regazo. El sol ardiente y la brisa fresca. Hay recuerdos que son postales del futuro, como si se hubieran vivido solo a medias, un tiempo interrumpido que regresa si cerramos los ojos y soñamos con el verano. Son como un aviso de lo que vale la pena conservar o, en caso de no tenerlo, seguir persiguiendo.
Los días eran tan largos que al llegar el momento de acostarse todo lo que se había hecho durante la jornada parecía remoto. Al cabo de unas semanas los días se mezclaban y uno se preguntaba qué quedaría en los años venideros. Con los años queda una luz misteriosa capaz de atravesar las noches más oscuras y entrelazar los tiempos dispersos. Ese verano estático queda como el recuerdo de un espacio en el que podíamos poseer las cosas porque, en nuestra ingenuidad, no pretendíamos poseerlas. A media mañana, el cielo sin nubes irradiaba con toda su fuerza sobre los muros blancos de la terraza. En un rincón a la sombra, con los pies descalzos sobre las piedras húmedas, esperábamos con mirada curiosa el regreso de los barcos.
Aquel verano remonta los años y llega hasta mí intacto como si el tiempo no pudiera empañarlo, como si nuestra falta de experiencia lo hubiera llenado de una vitalidad inagotable. Pero si sigo la secuencia de recuerdos tal como se han ido fragmentando durante años, me resulta difícil situar ese verano en el mapa. Vive en el sueño. Intento unir los fragmentos, pero es como mirar el cielo a través de un sombrajo de ramas. La luz se filtra y dibuja siluetas que se deforman en las piedras. En cada rendija, un trozo de cielo tan azul como entonces abre un camino hacia un pasado que no explica nada, pero guarda como un tesoro el calor en la piel de la misma forma que un sueño protege un deseo. Lo deforma hasta volverlo irreconocible con tal de que nos siga hablando.
Imagen: Café Lisboa (2016), E.A.
Artículo publicado el 21 de julio de 2016 en el periódico La Opinión de Murcia.