Cuando nos encontramos en la sala de espera de la estación, llevaba sin verlo desde la última boda de alguno de nuestros amigos de la universidad, hacía ya más de diez años. Él iba a coger el AVE de Barcelona y no llevaba equipaje, solo un maletín sobre el que apoyaba un ordenador abierto. Al acercarme, levantó la vista de la pantalla y creí percibir en su mirada una sofocada expresión de fastidio. Sin embargo, al reconocerme me obsequió con aquella sonrisa característica suya que, mediante un fruncimiento de los labios, conseguía transmitir una mezcla de calidez y alegría. Vestía traje y corbata, que lo hacían parecer más delgado de lo que lo recordaba, pero seguía siendo la misma persona confiada y expansiva de siempre.
Bajó la tapa del ordenador y, sin soltarlo, se levantó, me pasó el brazo libre por el hombro y me dio unos golpecitos en la espalda. Como teníamos tiempo antes de la salida de su tren, decidimos tomar algo en la cafetería. Me explicó que hacía ese mismo trayecto una vez a la semana y que aprovechaba los ratos de espera para repasar las notas de las conferencias que impartía. De vez en cuando consultaba con una mirada rápida el panel de salidas y en varias ocasiones se quedó callado, sacaba el móvil del bolsillo interior de la chaqueta, se metía un auricular en la oreja y se apartaba unos pasos de la barra para escuchar, dando pasitos, lo que alguien le decía. De espaldas me pareció entonces muy viejo, algo hinchado, como si todos los esfuerzos de los años se hubieran acumulado en los hombros. Me pidió disculpas y yo, tras dar un largo trago de cerveza, le pregunté si habíamos llegado ya a alguna etapa del camino, digamos no al final, pero sí a una estación intermedia, pero ya sin vuelta atrás. Él me miró con ojos tan diáfanos como el mármol de las paredes, con la luminosidad artificial de los letreros de llegadas y destinos.
Le toqué con un gesto casi sin esperanza y volví a sentirme muy joven, y pequeño, como solía él hacerme sentir, y también protegido. Él no dio muestras de confusión y dijo que olvidar el punto de partida le consolaba de viajar solo. Yo comprendí que hay trenes que regresan vacíos.
Imagen: Claude Monet (1840-1926). Outside the Gare Saint-Lazare. The Signal, 1877.
Artículo publicado el 23 de abril de 2015 en el periódico La Opinión de Murcia.