Lo vi nada más entrar en la plaza. Me estaba esperando en la puerta del café. Aunque estaba de espaldas y hacía años que no nos veíamos, lo reconocí desde lejos. Llevaba un chaquetón marinero desabrochado y, a la espalda, una mochila pequeña. Ocupamos una de las mesas debajo del toldo de la terraza. Parecía nervioso. Se quitaba las gafas, las dejaba abiertas sobre la mesa, me miraba entonces desde algún lugar desconocido, y volvía a ponérselas devolviendo a sus ojos su mirada familiar. Al rato comenzó a caer una lluvia fina que, al chocar con el suelo, despedía una luz débil. Los dos la miramos en silencio y después él sacó un libro de su mochila. Tenía los bordes muy desgastados y profundas grietas atravesaban el grueso lomo. Me dijo que era un libro extraño que había encontrado en una librería más extraña todavía.
Hacía un año que su mujer le había abandonado, aunque él no utilizó esta palabra, en realidad dijo “se fue”, como si hubiera metido algunas de sus cosas en una maleta y el océano que había puesto por medio no estuviera relacionado con la distancia que se abría entre sus vidas. No quise preguntarle cómo se sentía, aunque con torpeza le dije que se estaba quedando solo. Él me miró como si no me entendiera, posó su mano sobre el libro y me preguntó si había estado alguna vez en Detroit. Sin esperar mi respuesta me contó que estuvo allí al poco tiempo de que su mujer se fuera. La ciudad tenía un aspecto solitario. Estuvo vagando por anchas avenidas desiertas hasta que encontró una librería en un edificio de dos plantas que ocupaba toda una manzana. Al entrar sintió un entusiasmo tan repentino como pasajero. Había miles de libros que cubrían paredes y estanterías convirtiendo la estancia en un laberinto. El piso de arriba era un reflejo de la planta baja, aunque podía escribirse sobre el polvo que cubría los libros, y por los cristales rotos de las ventanas entraba el aire frío de la calle. Perdió la noción del tiempo hasta que descubrió con angustia que no había nadie más. Pensó que quizá habían cerrado ya dejándolo a él allí olvidado. Sus pasos retumbaban en las escaleras de madera persiguiéndole hasta la planta baja, igualmente vacía.
Mi amigo apartó entonces las tazas de café y empujó el libro animándome a que lo abriera. Las páginas estaban en blanco.
Imagen: Marianne von Werefkin (1860-1938). Café in Saint-Prex, 1915.
Artículo publicado el 26 de marzo de 2015 en el periódico La Opinión de Murcia.