Estaba tan acostumbrado al ruido de la ciudad que después de una semana de vacaciones en el campo el silencio seguía siendo su mejor despertador. Saltó de la cama y se asomó con cuidado por las cortinas para que la luz no despertara a su mujer. Desde la ventana vio el primer rayo de sol deslizándose por las ramas del manzano y cayendo sobre la barandilla del porche. Al fondo, las colinas se abrían paso entre la nubes. La planta baja de la casa estaba todavía recogida en el silencio. Cruzó el comedor y salió a la terraza. El aire olía a rocío y manzana y era tan transparente que ensanchaba la mañana y detenía el tiempo. Contempló la mesa, las persianas de madera y el camino de trozos de pizarra que descendía hasta el final del jardín con la misma serena confianza con la que un niño se sienta a jugar en su cuarto.
Se acordó de Wolf y su máquina de recuerdos. Aunque sin asumir tantos riesgos, él también lo había intentado y, como él, había fracasado. Wolf le había enseñado que no se puede volver atrás porque la mirada lleva siempre consigo su velo de tiempo. No es posible encontrar los recuerdos puros, decía, pues hasta la misma máquina del tiempo se alimenta de recuerdos, de modo que si miramos atrás lo que vemos es solo la propia vida pensada por un extraño. ¿Quieres decir que nos convertimos en desconocidos de nosotros mismos? Nunca le contestó, pero él tenía su propia teoría: admitiendo que eso sea cierto, pensaba, al menos cabía la posibilidad de que uno construyera los recuerdos de aquellos a quienes ama.
Antes de que su mujer se levantara y de que su hija apareciera por la puerta abrazada a su muñeca, él cubrió la mesa con un mantel limpio y sobre él puso tres tazones y una jarrita con un ramo de flores silvestres. Calentó la leche y, mientras hervía el agua para el té, subió a la habitación. Descorrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara el olor de las manzanas. Su mujer se movió entre las sábanas. Abajo, su hija se había sentado en las escaleras y decía “¿dónde estás, papá?”. Más allá del jardín, las montañas empezaban a desaparecer.
Imagen: John Singer Sargent (1856-1925). The old chair, 1886.
Artículo publicado el 19 de marzo de 2015 en el periódico La Opinión de Murcia.