Reclining Man, 1925 - Georges Valmier Después de aquello no volví a verlo durante mucho tiempo. Las únicas noticias que tenía de él eran las postales que me enviaba desde los lugares más dispares que uno pueda imaginarse. Llegaban de forma irregular: lo mismo transcurría un año entero sin recibir ninguna, que aparecían varias en meses consecutivos. Las postales podían ser de lugares fríos o cálidos, con paisajes de invierno o de verano, y lo único que tenían en común era que procedían de un lugar remoto y cuya existencia yo desconocía por completo. En ellas decía muy poco, frases sueltas de cosas que había visto, y en algunas nada en absoluto.

Al principio me preguntaba si lo que pretendía era que yo descifrara algún enigma de su vida que él no podía ver. Me lo tomé tan en serio que compré un cuaderno para ir archivando las postales, como si estuviera completando una especie de mapa que me condujera a algún sitio fuera de los mapas. Pero era desesperante. Nada encajaba, o yo era incapaz de encontrar la clave que uniera los mensajes. Me dije que no lo conocía lo suficiente, pero ocurrió que durante esos años me mudé varias veces y, sin embargo, las postales seguían llegando, lo que me hizo pensar que de alguna forma él también me seguía la pista a mí. Eso me daba ánimos para seguir indagando, sin miedo a que en algunas de las esquinas del tiempo se perdiera lo que fuera que nos unía.

En vacaciones solía encerrarme en una habitación apartada de la casa y me pasaba las horas muertas estudiando el cuaderno. Como había ordenado las postales por fechas, intenté reconstruir las páginas intermedias. Lo imaginaba llegando a un pueblo costero al final de una carretera estrecha y peligrosa, y entrando en un bar destartalado pero acogedor para pedir alojamiento. Después lo veía escoger una mesa junto a la ventana y desplegar un abanico de postales, mientras en el exterior el viento agitaba la lona que cubría las barcas. En el cuaderno podía oler el viento. En una de las postales decía que había visto pasar a una chica montada en bicicleta y que se había fijado en su falda larga y ancha y en la hebilla de sus sandalias. Yo imaginé su vida como el vuelo de esa chica a lo largo del ventanal del bar en un instante, impulsada por el aire del verano y sin destino.

Imagen: Georges Valmier (1885-1937). El hombre recostado, 1925.

Artículo publicado el 2 de abril de 2015 en el periódico La Opinión de Murcia.