Nunca he entendido las matemáticas. Es un lenguaje que me resulta incomprensible, como si me hablaran en chino. Mi padre intentó durante mucho tiempo hacérmelas entender. Cuando se sentaba conmigo a preparar algún examen, todo solía marchar más o menos bien hasta que llegábamos al número infinito. Creo que ese le gustaba especialmente. Notaba que trazaba con deleite ese extraño simbolito que a mí, en cambio, me bloqueaba. Él solía decir que los números no existen, que son un producto de la imaginación y que si son fríos y abstractos es porque así es el universo. Quizá pensaba que así me ayudaba a entrar en su mundo, pero sus esfuerzos eran vanos. Sin duda yo fui su peor alumno.
Me he preguntado muchas veces qué es lo que fallaba. Para descargarme un poco de culpa, pienso que él era un profesor de matemáticas con corazón de artista. Su sentido del deber le hacía armarse de paciencia para encerrarse conmigo a mostrarme los secretos de las ecuaciones, raíces cuadradas, permutaciones, quebrados y demás, pero hubiera sido más provechoso que me enseñara lo que hacía en cuanto tenía un rato de ocio: escribir poemas, escuchar música, pintar paisajes… ¿Qué relación podía haber entre una sombra en el lienzo, un verso o una armonía y el hormiguero de incógnitas o variables que se esparcían por el cuaderno? Eso no me lo dijo nunca, pero él debía encontrar algún punto de encuentro. Yo lo sigo observando ahora que son sus nietas quienes han cogido mi relevo. Cuando mis hijas le piden ayuda con un problema, se sienta en el medio con las manos vacías y la mesa despejada, con las mismas facultades que entonces. Solo necesita un papel en blanco y un lápiz, como si fuera a escribir un poema. Su mano inicia entonces un baile ligero y preciso por el papel dejando manchas grises como la sombra de una nube sobre la montaña, hasta que a uno se le empieza a nublar la vista. A veces, al terminar la clase se quedaba dibujando, con el mismo lápiz y el mismo papel, y entonces el símbolo del infinito se transformaba, visto y no visto, en un toro o un caballito de mar.
Dicen que con los números imaginamos una realidad eterna e inmutable que no se ve pero que existe. Quizá sea eso lo que él es capaz de ver, como si la verdad fuera una ecuación sobria y silenciosa. Yo, de momento, me quedo con sus toros caídos en el papel.
Imagen: El triunfo de la ilusión (E.A., 2016).
Artículo publicado el 22 de diciembre de 2016 en el periódico La Opinión de Murcia.