Antes de comer bajamos mi mujer y yo al pie de la presa y paseamos por un camino que, bordeando el río, se alarga varios kilómetros entre pinos y chopos. Caminamos una hora casi en silencio, siguiendo la grieta del cielo abierta por las copas de los árboles y escuchando solo el agua y el canto de los pájaros. El viento movía suavemente el carrizo en la ribera del río, que avanza trazando largas curvas entre unos peñascos tan altos que no dejan ver adónde se dirige. Antes de perderlo de vista, nos detenemos y miramos hacia atrás. Al fondo se ve la barrera de hormigón elevándose hasta lo alto del desfiladero. Del hotel apenas se divisa el resplandor amarillo de su torre más alta.
El agua del río se vuelve muy azul conforme nos acercamos a la presa y la corriente se detiene. Arriba, escondido entre los árboles, se alza el hotel, luminoso al sol del mediodía. En la puerta del restaurante el camarero nos dirige un leve saludo con la cabeza como si nos estuviera esperando y nos hace pasar a un salón muy espacioso, con techo arqueado y ventanales que dan a la montaña y al río. Hay mesas redondas y también alargadas, todas de madera, sencillas. No hay nadie. Elegimos una mesa junto a una de las ventanas. Pedimos cerveza y el menú del día: queso de cabra, atún, carrillada de cerdo, todo muy bien preparado y servido amablemente como si fuéramos invitados de honor en un palacio cuyo dueño hubiera tenido que ausentarse. Y como va incluido en el menú, aceptamos el postre, un enorme trozo de tarta de chocolate.
La cafetería del hotel también está vacía, nos sentamos en la terraza, debajo de un pino y frente a una piscina sin agua. Me quedo dormido y sueño que, tras una larga huida, llego a un refugio donde sé que, aunque nadie me espera, seré acogido. Después paseamos por el jardín, donde han sido trazados senderos de naranjos cuyas ramas parecen flotar sobre nosotros. Su aire cálido está cargado de olor a tierra y a azahar. Un gato duerme a la sombra en la escalinata que sube a la capilla, mientras en la fuente dos querubines tocan el laúd. Mi mujer sumerge la mano entre las hojas y se la lleva a la cara para aspirar el perfume que las flores le entregan intacto.
Imagen: Abril 2016, E. A.
Artículo publicado el 21 de abril de 2016 en el periódico La Opinión de Murcia.