Ir a ese hotel nos llenaba de vida. Estar allí, aunque solo fuera una noche, era como recuperar cosas que había habido entre nosotros, pero que estaban perdidas. Nos dejaba una sensación de renovación sin que tuviéramos que malgastar palabras ni hacer ningún otro esfuerzo, como si estuviéramos en una casa antigua suspendida en el tiempo. Nuestro balcón daba a un rincón de un jardín abandonado. La maleza casi cubría un banco de piedra que, sin embargo, parecía estar esperando que alguien se sentara en él. Mirábamos ese trozo de jardín desaliñado, que a veces parecía un patio trasero y otras, al anochecer, un espacio cálido y recogido, como el escenario que contenía nuestros sueños. Nos asomábamos en medio de la noche, juntos, como si allí abajo, sobre las hojas caídas, pudiéramos leer un mensaje consolador que nos devolviera la ilusión de que se puede hallar intacto el lugar que alguna vez nos dio vida. Al principio lo creíamos de verdad, después confiamos en que pasaría un tiempo antes de que esa parte del jardín nos hablara, y por último, fingimos que la maleza que trepaba por el banco solo era la sombra de un mal sueño que desaparecería con el amanecer.
Solíamos ir al hotel una vez cada dos o tres años. Por no estar muy lejos de casa y por su vinculación con el pasado, las escapadas nos permitían evadirnos fácilmente del presente y ensanchar la perspectiva que teníamos sobre nosotros mismos y nuestra relación. Me pregunto si no fue un error entrar en ese juego que, con el tiempo, se fue vaciando de sentido. Una de las últimas veces que fuimos, ella se levantó sola en mitad de la noche. Noté cómo, creyéndome dormido, me apartaba el brazo y, alisando su camisón desde la cintura, se acercaba al balcón y abría la ventana para mirar nuestro trozo de jardín. Permaneció un buen rato sin moverse, mirando con la cabeza inclinada. Deseé con todas mis fuerzas que el jardín le hablara. O que volviera a la cama y me llamara. Me dio por pensar que si se preguntaba por qué volvíamos allí yo debía estar a su lado. No me miró cuando me asomé junto a ella. Solo dijo: “Nos hemos equivocado. Era el otro lado del jardín el que nos hablaba todo el tiempo… y no podíamos verlo”.
Imagen: Garden Scene, 1925, de Vanessa Bell (1879-1961)
Artículo publicado el 22 de octubre de 2015 en el periódico La Opinión de Murcia.