¿Te has dado cuenta de que el futuro nunca llega? Solía decir eso cuando llevaba muchas copas de más y terminaba la noche acurrucado en un bar ya recogido y sosteniendo con las dos manos el último botellín de cerveza. Yo me lo tomaba a broma y le miraba sin decir nada para animarle a seguir. Por su aspecto, cualquiera pensaría que el futuro no solo había llegado sino que le había pasado por encima.
A esas horas de la noche la ciudad tenía la apariencia irreal de las cosas abandonadas. Mirar la calle desde la ventana te enfriaba el corazón. Más que solitaria, la noche parecía detenida en algún lugar incierto del espacio, como una ruleta que al dejar de girar hubiera perdido la bolita. Así lo veía yo también a él cuando levantaba la mirada de la botella. Los dos sabíamos que esa última cerveza se quedaría a medias.
Él entonces se hurgaba en la barba y decía que estaba seguro de que en una noche como aquella era posible encontrar una puerta que nos diera acceso a ese lugar que uno desea sin saberlo. Y que ese sería el verdadero futuro. El resto de cosas que hacíamos en la vida era dar vueltas con los ojos vendados. ¿Por qué no la buscamos?, le preguntaba yo, todavía tenemos tiempo hasta que amanezca. Y el se reía y miraba a través de la ventana, donde flotábamos como imágenes soñadas. Y yo comprendía que el futuro había pasado de largo una vez más.
Me gusta imaginar que una noche encontró esa puerta. Quizá ocurrió, no lo sé, hace mucho tiempo que no lo veo y no ha vuelto a ponerse en contacto conmigo. La última vez que lo vi hablaba muy bajito y me costaba entenderlo. Igual que somos expulsados de la infancia sin que nos demos cuenta hasta mucho tiempo después -me dijo-, también ahora tiene que haber un momento que nos pasa inadvertido y que nos devuelve ese lugar perdido, el único que nos pertenece.
Imagen: Childe Hassam. Late Afternoon, 1900.
Artículo publicado el 15 de enero de 2015 en el periódico La Opinión de Murcia.