T1941.001.001v01 Una y otra vez le pedía que lo contara. No solo por el placer de ver cómo se iluminaban sus ojos sino porque al escuchar su relato casi se podía tocar la felicidad que ella aseguraba haber sentido. Su relato siempre empezaba con una lluvia torrencial que cerraba una noche muy oscura y un interminable camino de tierra flanqueado por arbustos de los que apenas se distinguían sus bordes plateados a la luz de los faros de la furgoneta. La casa estaba en lo alto de una colina pero solo era visible después de muchos zigzagueos y al final de una suave pendiente que acercaba el camino a los acantilados. Los dueños habían dejado encendida la luz del porche, pero era tan débil que tuvo que encontrar la entrada a tientas. Cuando se acostó ya era muy tarde y solo se oía la lluvia como si unos pies descalzos corretearan por la hierba. Tuvo un poco de miedo. Estaba sola y muy lejos de su casa. De pronto sintió que flaqueaba su determinación. Se avergonzaba de haber huido, aunque ¿era una huida lo que estaba haciendo? Y si lo era ¿quién no había sentido deseos de huir alguna vez?

Lo siguiente que recuerda es un hilo de luz que se colaba por una rendija de la contraventana y atravesaba la habitación por encima de la cama hasta alcanzar la pared del otro lado. Esperó unos minutos antes de levantarse. Sabía que no habría otra mañana como aquella. Por la palidez del río de luz que bañaba su edredón supuso que era todavía muy temprano. Imaginó el paisaje que le ofrecería la ventana: montañas suaves, una ladera que desciende escalonada entre flores hasta el borde del acantilado y, al fondo, el mar inmóvil esperando los primeros rayos del sol. La lluvia habría guardado hasta ese momento los aromas de la noche y la brisa los elevaría hasta su ventana. Extendió la mano para coger la luz, que era blanca y fría. Ya no quedaba rastro de su temor. Miró la habitación. El armario estaría vacío y sin embargo le parecía tan delicadamente preparado para ella que le entraron ganas de llorar, como si fuera algo más que un mueble viejo y pesado. Le hacía sentirse protegida, casi dueña de su destino. No por estar lejos y sola, sino por estar a punto de levantarse y abrir la ventana.

Imagen: Reflection (1917), de Childe Hassam (1859-1935)

Artículo publicado el 25 de febrero de 2016 en el periódico La Opinión de Murcia.