Se levantó y me dejó allí sola y como no sabía si iba a volver me envolví en la manta y me puse a pensar en aquel verano y en el chico que se lanzaba al agua sin miedo, esparciendo ondas de polvo dorado a su alrededor. Ella colocaba su caballete a pocos pasos detrás de mí y mezclaba colores en una bandeja de cristal. Nunca hablaba cuando pintaba. Decía que necesitaba escuchar el viento en la hierba, el crujido de mi vestido entre las hojas, el chapoteo del agua, su risa. Él emergía y nos llamaba, aunque de sobra sabía que ninguna de las dos iría tras él.
El chico aguantaba un buen rato en el agua. Hacía tonterías, nadaba y se hacía el muerto con los brazos extendidos, cubriéndose el pecho con las hojas que caían de los árboles. Se reía y me hacía reír. Cuando salía dejaba que el sol secara su piel antes de ponerse la camisa. Ella entonces se levantaba asomándose por encima del caballete. Aguardaba ese instante con atención para absorber con su mirada la luz de su camisa blanca, como si buscara en ese reflejo el secreto de aquellos días de verano.
Hace tiempo que él ya no está -¿qué habrá sido de él?-. A veces pronuncio su nombre en voz alta para darle un poco más de vida y que su recuerdo me acompañe un trecho más. Ella sigue conmigo, aunque finge no recordar nuestro rincón debajo del sol. Dice que el mundo se ha ensombrecido desde entonces y que ya no encuentra un cielo como aquel para pintar. No sé qué vería si me tomara ahora de modelo. No me atrevo a pensarlo, prefiero recordar cómo éramos tal como ella nos conservó en el cuadro.
El secreto sigue ahí pintado. Él se ha echado a mi lado y entrelaza los dedos en la nuca mirando al cielo. Mi vestido se confunde con la luz del aire, como si por un instante ella me hubiera visto muy cerca de las cosas que me rodeaban y que más amaba.
Imagen: Thomas Wilmer Dewing. Summer. 1890.
Artículo publicado el 11 de diciembre de 2014 en el periódico La Opinión de Murcia.