Después de aquella conversación, me sentí muy mal. Cogí las llaves y bajé a la esquina a echar un trago. A esa hora incierta entre la tarde y la noche, el café estaba lleno de personas que parecían buscar una forma de reunir la voluntad necesaria para acabar el día. Yo solo quería huir del pozo de melancolía en el que caería si me quedaba en casa después de su llamada. No era nada que ella hubiera dicho, sino su tono de voz o el silencio que se extendió como una nube en la habitación cuando le pregunté si vendría pronto. Cuando las palabras que más temo empiezan a formarse en mi cabeza, cuelgo sin despedirme y bajo corriendo al café, donde he aprendido a esquivar la soledad. No es difícil. Es cosa de dejar de escuchar tus palabras y escuchar las de otros.
Me siento en un extremo de la barra, observo y me dejo llevar por los retazos de conversaciones que se cruzan en el café. A veces, cuando tengo suerte, reconozco en ellas las mismas palabras que nosotros utilizábamos cuando éramos felices. Así ocurrió en esa ocasión. Una pareja que estaba sentada junto a la ventana parecía representar la escena de una obra que yo mismo hubiera escrito en nuestros buenos tiempos. Ella llevaba el pelo recogido con un moño medio deshecho en la nuca y había alargado la mano para tocarle por encima de la mesa, mientras él la miraba con unos ojos que eran muy suyos, pero algo más que solo suyos, porque reflejaban un amor que no pregunta por el futuro. Aunque ella estaba vuelta hacia la ventana, supe que lo que decían era lo mismo que nosotros nos habíamos dicho tiempo atrás.
Entonces él se incorporó un poco, le pasó la mano por la cabeza soltándole el pelo y se inclinó para besarla. Ella levantó la barbilla y pude ver cómo brillaba su perfil a la luz de la calle. A la distancia a la que estaba no podía escucharlos, pero ella dijo que había empezado a llover y que la noche se iba a volver fría, y él le contestó que podían pedir otro té y quedarse allí hasta que cerraran, que no había ningún sitio adonde ir. En casa esperé su llamada en medio de un silencio que era como un cielo claro.
Imagen: Georges Seurat (1859-1891). Seated Woman with a Parasol (study for A Sunday on La Grande Jatte), 1885.
Artículo publicado el 26 de febrero de 2015 en el periódico La Opinión de Murcia.