Hay en el centro de Murcia una calle prodigiosa. En su tramo final tiene un café con mesas de mármol, un bar de tapas, la parte de atrás de dos librerías mellizas y un teatro cuya luz dorada baña la acera al atardecer. Pero lo más asombroso de todo es la tienda de discos Comix. La otra tarde fui a recoger un encargo que me había hecho mi hermano que había buscado un disco de The Long Ryders en un sitio de internet especializado en encontrar rarezas y, al parecer, después de rastrear por todo el mundo le habían remitido a esta pequeña tienda de techos bajos, paredes blancas cubiertas de cedés y, a la altura del ombligo, de cajones con elepés enfundados con plásticos transparentes y colocados uno sobre el otro, a la espera de las yemas de los dedos de los amantes de la música, aunque en esos momentos no había ninguno.
Mirando alrededor un poco abrumado, le pregunté al dueño, tontamente, si todos esos discos eran usados, como si lo que había en ese lugar remoto solo pudiera ser de segunda mano, procedente del pasado… Cuando gané mi primer sueldo y pude ahorrar algo, me compré una torre de alta fidelidad y una de mis preocupaciones era dónde colocar los discos en el salón. Después de varias mudanzas, la torre desapareció y su lugar lo ocupó una barra de sonido con CD y DVD. Ocupaba menos sitio y hacía más cosas. En cada nueva casa, el salón se ensanchaba en la misma proporción que se empequeñecía el equipo de sonido hasta desaparecer casi por completo. Los discos, el esfuerzo, el deseo y el placer de tantos años acabaron apilados en el desván, esperando a que los cedés corrieran la misma suerte.
Después no vino nada. La ilusión de lo etéreo solo trajo interferencias. No era verdad que en las nubes hubiera música, al menos no para nosotros. No comprendí a tiempo que escuchar música es mucho más que seleccionar una lista de reproducción, que escuchar música empezaba por el deseo de escucharla y la dificultad de encontrarla y, una vez conseguido el disco, el gesto de sacarlo, recostarlo un instante en el antebrazo… Mi hermano, sin embargo, sí permaneció fiel. Cuando le pregunté por qué seguía poniendo discos en su casa me dijo que era porque le daba seguridad. ¿Teatros, librerías, tiendas de discos? Todo lo que nos dijeron que iba a morir. Pero allí siguen. Quizá la fidelidad sea eso: negarse a reconocer la derrota y seguir creyendo.
Artículo publicado el 9 de noviembre de 2017 en el periódico La Opinión de Murcia.
Yo acumulo libretas. Algunas son tan bonitas que me da miedo escribir en ellas, por si el contenido no está a la altura del continente, ya sabes de lo que hablo.
Hace muchos años opté por escribir con teclados que permitiesen a mis manos seguir la velocidad de mi pensamiento, sin embargo últimamente creo que lo que debería hacer es justo lo contrario: ralentizar el flujo de ideas para adaptarlas a la velocidad del trazo de la pluma sobre el papel, obligarme a reflexionar sobre lo que quiero decir antes de escribirlo -detesto los inevitables tachones del escribiente-, puede que ese gesto mejorase mi forma de contar las historias más que toda la teoría literaria del mundo.
Tu hablas de discos de vinilo y yo de cuadernos cuadriculados, parecen cosas distintas ¿verdad? Y sin embargo es de ellos -y de las estilográficas, pero eso lo dejamos para otro día- de los que me he acordado al leer tu post. Magnífico, por cierto.