Felicidad, de Mary Lavin
No hay mucha felicidad en estos cuentos, esa es la verdad. Ni siquiera en el que da título al volumen. Y si la hay es como algo muy frágil, delicado, en permanente estado de amenaza en los episodios cotidianos de las vidas que se cuentan aquí. Son relatos breves que detienen la vida en esos instantes después de los cuales ya nada volverá a ser igual. Las historias son sencillas, pero arrastran en el fondo una carga que hace que se te queden flotando en la cabeza. «El amor no puede conservarse para siempre en tercera persona del pretérito perfecto».

Las Brontë fueron a Woolworths, de Rachel Ferguson
Londres, un barrio bohemio, tres hermanas excéntricas de desbordante imaginación. Y mucho sentido del humor. Una historia también llena de referencias literarias. Yo empecé a leer esta novela en la librería y ya no pude dejarla. Publicado en 1931, es un clásico de la narrativa inglesa, pero nunca se había traducido al castellano, ni esta ni el resto de las obras de su autora, Rachel Ferguson (1892-1957). Siruela la rescata con una edición muy cuidada.


Una suerte pequeña, de Claudia Piñeiro. Recomiendo mucho este libro sobre todo a mujeres, y a mujeres que son madres. La imagen de la portada capta bien el mundo de desamparo que comparte con el lector la narradora de la novela: una mujer a quien la vida la sometió a una prueba difícil, extrema. La protagonista, de vuelta a Buenos Aires tras veinte años de ausencia, vuelca en su diario su historia, que es la del tiempo que tardó en aceptar su destino, comprenderse a sí misma, aceptar la culpa y conocer el misterio del perdón. Una novela de emociones complejas tratadas con hondura y sinceridad.

Mirarse de frente, de Vivian Gornick. Difícilmente este volumen superará a sus dos predecesoras: ‘Apegos feroces‘ y ‘La mujer singular y la ciudad‘, pero su voz irónica, descreída, ácida a la vez que tierna, su mirada de experta y sagaz observadora de los comportamientos humanos, seguirá siendo la misma. Y si hay libro nuevo de Gornick no puede faltar en la maleta porque su sentido del humor y su sabiduría siempre nos ayudarán a afrontar los fríos días del invierno que tantas veces nos dejan un poco a la intemperie, necesitados de esas historias urbanas en las que nos vemos reflejados.


Un viaje de invierno…, de Peter Handke. Ahora que le han dado el Premio Nobel y que vuelven a reproducirse los ataques contra el autor por sus posiciones políticas, la lectura de sus obras es la mejor forma de reivindicar que, más allá de los errores, lo importante, lo que tiene de valioso Handke, es su afán por aprender a través de la mirada y desafiar los discursos que los medios  imponen, su libertad de pensamiento. Este libro es el diario de su viaje a Serbia en 1996 escrito como todos los suyos: «un narrar lento, interrogativo; cada párrafo trata y relata un problema: la presentación, la forma, la gramática, la verdad estética».


Regalos de invierno, de Colette. Un regalo de la editorial Elba, los recuerdos de Colette: «Mañanas de invierno, luz roja en la noche, aire inmóvil y seco antes de amanecer, el jardín que se intuye en la oscuridad del alba, empequeñecido y ocultado por la nieve, abetos sobrecargados que, por vuestros brazos negros, deslizabais, hora tras hora, vuestra carga, aleteo de los pájaros asustados y sus juegos inquietos entre un polvo cristalino más tenue y más brillante que la neblina iridiscente de un chorro de agua ¡Oh, inviernos de mi infancia, un día de invierno os ha devuelto a mí! En este espejo ovalado sujetado por una mano distraída, busco mi rostro de entonces, no mi rostro de mujer, de joven mujer cuya juventud pronto la abandonará».


La familia Aubrey, de Rebecca West. Un gran clásico no puede faltar para las largas tardes de invierno. Esta vez, una autora peculiar, novelista, reportera e historiadora, muy conocida en su tiempo, pero bastante olvidada. Seis Barral se ha propuesto rescatarla con esta novela sobre una familia artística en crisis, «un retrato sin adornos pero afectuoso de una familia extraordinaria, en el que la autora se valió de un notable estilo y una poderosa inteligencia para analizar los límites evasivos de la niñez y la edad adulta, la libertad y la dependencia, lo ordinario y lo oculto».


Conversaciones entre amigos, de Sally Rooney. Porque es una novela que hay que leer, aunque solo sea para intentar entender el ambiente en el que vive esa juventud que se mece entre la adolescencia y la edad adulta, con la indolente actitud del que puede elegir con qué quedarse. Y porque Ishiguro recomienda a la autora y con eso, a mí, me basta.  «Bobbi y yo conocimos a Melissa en la ciudad, en una velada poética en la que actuamos juntas. Nos hizo una foto en la calle en la que Bobbi salía fumando y yo sujetándome tímidamente la muñeca izquierda con la mano derecha, como si temiera que fuese a escaparse. «.


La edad del desconsuelo, de Jane Smiley. Porque leí a alguien decir que se parecía a una historia de Richard Ford y a otro alguien comentar que «no pasaba nada». Cuando leo eso, me tiro de cabeza…“Tengo 35 años y creo que he alcanzado la edad del desconsuelo. Otros llegan antes. Casi nadie llega mucho después. No creo que sea por los años en sí, ni por la desintegración del cuerpo. La mayoría de nuestros cuerpos están mejor cuidados y más atractivos que nunca. Es por lo que sabemos, ahora que -a nuestro pesar- hemos dejado de pensar en ello. No es sólo que sepamos que el amor se acaba, que nos roban a los hijos…»

Americanah, de Chimamanda Ngozy Adichie. Porque no he leído a esta autora todavía y a estas alturas de la película debo ser la única. Todas las críticas de la novela me hacen sospechar que me gustará. Empieza así: «Princeton, en verano, no olía a nada, y si bien a Ifemelu le gustaba el plácido verdor de los numerosos árboles, las calles limpias y las casas regias, las tiendas con precios exquisitamente prohibitivos y el aire tranquilo e imperecedero de elegancia ganada a pulso, era eso, la falta de olor, lo que más la atraía, quizá porque las otras ciudades que conocía bien poseían olores muy característicos».