«Cenzo Rena dijo que nadie se encontraba con el valor como un regalo en el bolsillo, el valor había que trabajárselo poco a poco, era una historia larga y duraba casi toda la vida. Estaban parados a la entrada de la ciudad, se veían los tejados de pizarra de la fábrica de jabón. Le dijo que ella hasta entonces había vivido como un insecto, un insecto que no sabe más que de la hoja de la que está colgado.»

‘Todos nuestros ayeres’, Natalia Ginzburg.
Editorial Lumen.
Prólogo de Elena Medel.
Traducción de Carmen Martín Gaite.

Recién acabada la lectura de Todos nuestros ayeres de Natalia Ginzburg, me pregunto por qué la prefiero a las otras novelas de la autora, por qué habiéndome gustado tanto Querido Miguel, Las pequeñas virtudes y Las palabras de la noche, ha sido precisamente Todos nuestros ayeres la novela que ha hecho que no me resista a comentarla, por qué si me está esperando sobre la mesa Léxico familiar y quería esperar a leerla antes de escribir una entrada sobre la autora y no sobre un libro concreto, me boicoteo a mí misma con esta entrada dominical de literatura. ¿Por qué hoy, precisamente hoy, necesito hablaros de Anna?

No lo sé muy bien, pero creo que a Natalia Ginzburg le hubiese gustado que os comentase ahora esta historia, que fue escrita entre febrero y agosto de 1952, pero refleja como pocas las distintas y eternas maneras que existen de vivir los cambios personales y sociales que, buscados o no, hacen que ya nada vuelva a ser como antes.

Todos nuestros ayeres es una historia simple y extraña desde el primer momento. Habla de personas que no parecen valer la pena, gente que grita y gesticula, que fanfarronea sobre su futuro o miente sobre su pasado, pero que no toma decisiones hasta que la vida les obliga a ello y entonces lo hacen atropelladamente, sin reflexionar y sin entender que decidir es pensar menos en hoy y más en mañana, porque mañana empieza el futuro en el que habrá que bregar con las consecuencias.

Entre ese auténtico barullo de acciones y emociones habita Anna.

Anna es -primero una adolescente y luego una joven- silenciosa, que pasa el tiempo trenzando y destrenzando sus pensamientos, como las ancianas exiliadas en San Constanzo hacen con su propio pelo cuando lo utilizan como hilo para hacer remiendos invisibles. Eso a Cenzo Rena le repele, porque es como si las cosas se humanizaran y cambiasen de estatus, pero él cree que las cosas deben seguir siendo algo que uno abandona cuando se marcha. Para Cenzo Rena solo las personas importan: el campesino del gorro verde que desea ser revolucionario hasta que descubre que prefiere seguir siendo lo que ha sido siempre, el sargento que no disfruta siendo ni perseguidor ni, por supuesto, perseguido, aunque sirva para ser ambas cosas, La Maschiona que es buena pero ignorante y por eso hace algo muy malo sin saberlo hasta que ya no tiene remedio, Franz el hombre que se cree el más miedoso del mundo y demuestra ser valiente cuando ya la valentía no sirve para nada. Y tantos otros, que son un poco lo que parecen, pero también un poco lo contrario.

Anna no es guapa, ni alta, ni esbelta; tiene más bien pinta de insecto; siempre observando lo que los demás hacen con sus vidas y con la de ella, siempre pensando en lo que tiene y en lo que querría tener; siempre aceptando el presente sin hacerse trampas ni ilusiones.

Anna observa y piensa. Por eso sabe que vive al borde del precipicio, como todos los demás. ¿No es esa la historia de la humanidad entera, caer en un precipicio, levantarse y ponerse a caminar en busca del siguiente… y no parar hasta encontrarlo?

Anna es joven y silenciosa, Anna no es guapa, ni alta, ni esbelta, Anna observa y piensa, Anna parece un insecto… ¿por qué nos gusta entonces identificarnos con tal protagonista? es más ¿cómo podemos siquiera adivinar su papel protagonista en la novela? ¿será quizás porque la historia la vemos -y la olemos y la tocamos- a través de ella?

En el maravilloso prólogo de Elena Medel leo algo que me impresiona -yo siempre leo los prólogos al final- porque descubro la respuesta a esas preguntas.

Elena Medel dice: «Lo importante sucede en Todos nuestros ayeres como sucede en la vida: de golpe. Ninguna alarma suena y avisa al lector cuando una muerte te quiebra o te quiebra una vida. Natalia Ginzburg no avisa. No se llama Anna, pero es Anna. Ella es cada uno de los personajes de esta historia y es -una vez más- tú.»

Ha amanecido el que para mí va a ser, pase lo que pase, un día triste -porque, ingenua de mí, pensé que los tiempos de los matones de patio habían pasado, que la vida adulta iba de convencer y no de vencer- y empiezo a entender por qué hoy y por qué Anna.

Queda pendiente que escriba un post sobre la autora, pero, por si se me olvida decirlo entonces, que quede constancia de que una de las cosas importantes que logra Natalia Ginzburg en sus escritos es que, al leerlos, incluso en los tiempos que corren, vuelva uno a creer en el poder sanador -y quién sabe si salvador- de la literatura.