He vuelto a Brideshead por tercera vez en mi vida. Igual que le pasa al protagonista de la novela, Charles Ryder, por mucho que me aleje, nunca quedo fuera de su alcance. He descubierto que el esplendor del primer verano en Brideshead permanece intacto. La mansión conserva su misterio decadente en medio de la campiña inglesa. Sin embargo, en esta tercera lectura he entrado en las habitaciones más sombrías a las que antes apenas me había asomado.

De ‘Retorno a Brideshead’ queda en cada lectura la evocación de los años en Oxford, la juventud sin ilusiones pero plena de vida, la belleza recordada de un joven, Sebastian Flyte, que vive sin futuro, precozmente vencido por un mundo hostil y, sin embargo, triunfante hasta el final en la plenitud del instante, en la sabiduría de no esperar nada fuera de la simple amistad que se consume lentamente, pero sin dejar de arder ni un segundo.

El capitán Ryder rememora su vida cuando en la madurez regresa a la aristocrática mansión de Brideshead convertida ahora en un centro de entrenamiento para las tropas destinadas a combatir en el continente durante la Segunda Guerra Mundial. La primera parte abarca los años de universidad en Oxford y su amistad con Sebastian. La segunda narra el final de esa época, cuando creyó que “era la juventud lo que se iba, no la vida”. Y en la última parte, los siguientes “casi diez años largos y muertos” y el reencuentro en Brideshead.

“Mi tema es la memoria, aquel anfitrión alado que se cernía a mi alrededor una mañana gris, durante la guerra. Estas memorias, que son mi vida -porque no poseemos nada con certeza, excepto nuestro pasado-, me acompañaron siempre”.

Las descripciones del paisaje y la fuerza evocadora de las imágenes en la narración de instantes de dicha crean una atmósfera que poco a poco se va espesando, enrareciendo, si perder nunca su hechizo. Esa ambivalencia de la atmósfera, inocente y perturbadora, se consigue gracias a que está creada por un narrador que ante la muerte de su último amor proclama que no siente ya ninguna culpa, ninguna esperanza y ningún remordimiento. Como se irá descubriendo a lo largo de la novela, Ryder conocerá la felicidad, la belleza, la inocencia, la plenitud vital, la amistad pura que se colma en el presente, la frustración, el desamor, el desencanto, el amor maduro y, finalmente, la fe. En su vida, todo se consuma y todo se pierde. En cada momento tiene la posibilidad de tocar la verdad y, sin embargo, hay algo en él que le hace replegarse sobre sí mismo o ver esa verdad desde la distancia, como si supiera de antemano que está condenada a frustrarse. Esa es la misma aventura que se le plantea al lector, que hace suya la perspectiva de un observador en medio de un escenario de pasiones desatadas

¿Cuándo comprende Ryder que no hay pasión frustrada? ¿Cuándo comprendemos que las vidas se consumen cada una a su manera y que la duración no significa nada? ¿En qué lectura aceptamos nosotros que en realidad nada se pierde?

La juventud es evocada como un jardín secreto y encantado, una hucha de oro enterrada años atrás, una infancia feliz saboreada en el límite de su tiempo, con la alegría de una inocencia que ya se sabe condenada porque se han empezado a buscar las respuestas que nunca se encontrarán. La juventud es el amor antes de su significado, y así parecen vivirla Ryder y Sebastian, con una alegría y una despreocupación que huyen veloces de la nostalgia y el arrepentimiento. 

“La languidez de la juventud, única y quintaesencia… ¡qué pronto se pierde para siempre! La languidez, la relajación de los músculos todavía no agotados, la mente que busca la soledad y se entrega a la introspección, solo pertenecen a la juventud y con ella mueren (…) Es así como me gusta recordar a Sebastian, tal como era aquel verano, cuando vagábamos a solas por aquel palacio encantado”.

Pero Brideshead no es solo el paraíso del verano y la juventud. También hay sombras, sobre todo hay sombras, que arden como rescoldos en los rincones del tiempo, donde los dioses pintados en las paredes desfilan como intrusos legendarios para anunciar el fin de la Arcadia. La novela no es, por lo tanto, la evocación de la juventud, aunque en ella repose todo lo demás. Después viene la expulsión del paraíso y la separación de Sebastián. “Sentí como si abandonara una parte de mí mismo” y ese abandono deja un agujero que nunca se llenará. El capitán Ryder se lanza al mundo, se casa, consigue el éxito como pintor y, finalmente, se enamora de la hermana de Sebastián, Julia.

En la parte central del libro, Sebastián desaparece y, con él, se esfuma también buena parte del interés de la historia, como si el lector experimentara el mismo vacío que Ryder, cuya narración se vuelve más cínica y sarcástica en su observación de los personajes en medio del esnobismo de las clases altas y también más plana en el relato de su desencanto y algo acartonada en el intento de redescubrir la belleza. De esta forma, cuando surge el amor, a pesar de los esfuerzos del narrador por captar la viveza de los sentimientos ya no le es posible desprenderse del velo nostálgico con el que se ha evocado todo lo anterior, desde el brillo de la juventud hasta la desilusión de la madurez. Pero, una vez más, ese cambio de tono al que cuesta adaptarse se revelará como necesario para comprender la transformación profunda que la vida le exige a Ryder. Al abandonar Brideshead, intenta consolarse pensando que, al fin y al cabo, es solo una ilusión lo que pierde y que en adelante, como si entrara en el mundo real, empezaría a vivir “en un mundo de tres dimensiones, con la ayuda de los cinco sentidos”. Pronto descubrirá que tal mundo no existe, o al menos es inaccesible si extraviamos la llave de los tesoros ocultos, como si la vida perdiera su sabor sin la sabiduría de los vinos antiguos. 

Como explica el autor en el prefacio que escribió en 1959, la novela trata sobre “la influencia de la gracia divina en un grupo de personajes muy diferentes entre sí”. “Yo me he alejado demasiado, ahora ya no puedo volver atrás”, dice Julia. Se siente cansada e inútil: “Toda una vida entre la salida de la luna y su declive. Luego la oscuridad”. Junto a ella, todos parecen vivir lejos de la gracia, aunque el peso de la religión sí esté muy presente en todo momento en la familia. Sienten, y padecen, el peso, pero anhelan la gracia.

Quizá el amor solo sea una ilusión, se pregunta Ryder, “un lenguaje errático y mál escrito”. Y fuera de la Arcadia, solo un vago espectro de la desilusión de la búsqueda. O quizá el amor sea el mensaje en el que leemos que estamos hechos para algo que todavía no conocemos, como intuye Ryder cuando imagina la lenta, constante y silenciosa acción del deshielo que va aligerando el gran peso acumulado tras noches de tormenta hasta que la nieve se desata arrastrando las almas a su destino. 

Por mucho que te alejes de la misericordia de Dios, nunca quedas fuera de su alcance. Por eso, cuando el alud deja las colinas desnudas, Ryder vuelve a ver la mansión de Brideshead para reconocer en ella algo que nunca había imaginado antes: alimentada por el esplendor de la juventud, una vieja llama arde con un extraño poder de atracción entre sus viejas piedras.

  • Título: Retorno a Brideshead
  • Autor: Evelyn Waugh (1903-1966)
  • Traductor: Caroline Phipps
  • Editorial: Tusquets, 1ª edición: 1987
  • Año de publicación original: 1945