En medio de su aparente frivolidad y a través del relato de unas aventuras disparatadas, la trama de esta novela nos sitúa ante algunos de los dilemas cruciales de la vida: la relación entre la libertad y el amor, la elección entre seguridad y libertad, el control que aceptamos sobre nuestras vidas privadas, la responsabilidad individual ante los problemas sociales, etc. Mi lectura ha ido oscilando entre la curiosidad por las perspectivas que la imaginación iba abriendo con las desdichas de los protagonistas, la diversión por la retorcida comicidad de muchos episodios, el interés por las ideas que plantea y cierta impaciencia en las secuencias de acción.
En los mejores momentos, la visión de Margaret Atwood nos introduce con su sutileza característica en las interioridades del corazón humano. En los peores, sientes que aquí ha preferido dejarse llevar por la superficialidad de una comedia algo gamberra. En todo caso, una obra menor de Atwood tendrá siempre el nivel suficiente para que extraigamos de ella muchas cosas buenas.
Yo me quedo con su planteamiento sobre la libertad. Aunque se trata de una distopía, el mundo que describe se parece mucho al nuestro. Después de una grave crisis económica mundial, la clase media ha desaparecido, ya no queda ni rastro del estado del bienestar, el Estado ha renunciado a cualquier política de protección social, el empleo es escaso y las calles se han convertido en lugares peligrosos por donde campan a sus anchas bandas de delincuentes entre familias desahuciadas y abocadas a la marginalidad. Ante este panorama, una gran corporación privada ofrece a los ciudadanos la posibilidad de unirse al proyecto de un nuevo orden social que les garantizará seguridad plena, confort y bienestar material a cambio de entregar su libertad.
La pareja protagonista de la novela, sin trabajo y sin futuro, harta de vivir en el interior de su coche, única posesión que les queda, con su vida a merced de cualquier desalmado en cada parking en el que intentan hacer noche, acepta el pacto. Al hacerlo recuperan todo lo que una vez tuvieron: una casa modesta, pero cómoda, un empleo humilde y rutinario, pero seguro y socialmente útil, y un ocio sin complicaciones hecho de programas de televisión y un ambiente cultural de mensajes positivos de felicidad colectiva. El proyecto promete una vida con sentido y su fuerza persuasiva se basa fundamentalmente en el hecho cierto de que todo lo demás ha fallado. “La gente se moría por un poco de esperanza. Estaban ansiosos por tragarse cualquier cosa que los inspirara”. El proyecto se llama Positrón y su nuevo orden consiste en que sus ciudadanos viven dos vidas: son prisioneros en una penitenciaría durante un mes y funcionarios al mes siguiente. El sistema se aprovecha de la debilidad de cada individuo y de los horizontes vitales tan limitados a los que el sistema antiguo les ha reducido a todos: “Sé la persona que siempre has querido ser”. De este modo se asegura la sumisión de unos ciudadanos a quienes se les garantiza comida diaria y una vida sin sobresaltos. Su lema es: ‘entregamos tiempo en el presente, ganamos tiempo para el futuro’, pero nunca se dice a quién ni para qué se le hace la entrega.
Muy pronto, aunque vagamente, los protagonistas se plantean si habrán acertado con la decisión:
“¿Hasta qué punto habré sido un necio? ¿A qué habré renunciado exactamente al apuntarme a esto?”
Uno de los elementos más inquietantes de la novela de Atwood es el contexto social, vital y cultural en el que sitúa su experimento. El sacrificio personal es voluntario, no hay imposiciones por la fuerza. La cesión de la más mínima iniciativa individual forma parte fundamental del pacto, lo que despoja a las víctimas de cualquier tipo de atributo de heroicidad. La historia se impregna de una melancolía que, unida al tono caricaturesco de la narración, deja en el lector una sensación de pesimismo vital casi asfixiante. Pasas las páginas como si te faltara el oxígeno, hasta que te das cuenta del motivo: mientras asistimos al declive de los personajes y su reajuste en el nuevo orden no se pronuncia ninguna palabra que sugiera algo espiritual, todo es materia, tanto sus nuevas posesiones como las cosas que echan en falta de su antigua vida o los deseos que aspiran a ver satisfechos. La neutralidad de la voz narrativa, su aséptica mirada hacia el entorno y las cosas y el léxico que utiliza, todo está orientado a mostrar esa materialidad como el horizonte vital de unos personajes hijos de la sociedad de consumo. Si a eso sumamos el tono humorístico con el que se cuenta la historia, lo que vemos es bastante sombrío y tiene muy poca gracia.
Por todo ello y aunque no lo haga explícitamente, también esta novela lanza al lector la pregunta que nos haríamos ante la perspectiva de una sociedad totalitaria: ¿Cómo reaccionaríamos? ¿Seríamos héroes? ¿Nos dejaríamos doblegar? Y aquí probablemente esté otro de los grandes aciertos de esta novela en su segunda parte. ¿Será posible rebelarse contra la injusticia cuando se han perdido todos los valores? ¿Qué fuerza nos quedará contra el poder arbitrario y represor sin una idea inspiradora de libertad, fraternidad o belleza?
En un raro momento de lucidez, el protagonista se dice que “no debería haberse dejado enjaular allí, apartado de la libertad por un muro”. Aunque a continuación añade:
“Pero ¿qué significa ya la libertad?»
Ni siquiera sabe quién lo ha encerrado, porque lo ha hecho él solo “con tantas decisiones pequeñas”. De modo que la revolución se antoja una misión imposible, pues somos nosotros mismos quienes hemos levantado los primeros muros que luego hacen posible los siguientes. Intentan imaginar un mundo por el que luchar y solo ven niebla.
PS. Al terminar la novela, retrocedí a través de sus páginas intrigado por el significado del título, ‘Por último, el corazón’. Cuando llegué al punto donde se menciona creí encontrar su sentido. Aunque sigo sin comprenderlo del todo, lo que allí vi es aterrador.
SOBRE LA AUTORA
A Margaret Atwood (Ottawa, 1939), la escritora canadiense más reconocida junto a Alice Munro, no le gusta la etiqueta de ciencia-ficción que a veces se le coloca a sus novelas. Ella prefiere hablar de ficción especulativa, categoría en la que coloca obras como ‘1984’, ‘Un mundo feliz’ o ‘Farenheit 451’, muy próximas todas ellas al tipo de historias que ella imagina, como la de ‘Por último, el corazón’. Cuando en 2008 se le concedió el Premio Príncipe de Asturias, el jurado valoró su inteligencia a la hora de asumir la tradición clásica y su permanente afán de denunciar las injusticias sociales y de defender la «dignidad de las mujeres”.
Ha escrito más de veinte novelas y casi todas pueden encontrarse en español, aunque curiosamente lo primero que se tradujo fue su obra poética. Entre ellas destacan ‘El cuento de la criada’, un mundo futuro en el que las mujeres han sido reducidas a objetos para reproducir la especie, ‘Oryx y Crake’, una denuncia de la destrucción de la naturaleza y el ser humano debido a una utilización de la ciencia con fines lucrativos, y ’El asesino ciego’, una novela larga y compleja en la que encontramos múltiples registros, historias dentro de historias, y un lenguaje muy cuidado.
Declarada admiradora de Flaubert, Zola, Vargas Llosa y Saramago, la obra de Atwood se caracteriza por su estilo realista, la combinación de humor y lirismo, la complejidad estructural y la ambición de sus temas, su espíritu de denuncia de las injusticias sociales, los totalitarismos, el capitalismo y la defensa de la dignidad de la mujer.
A la pregunta de su vocación como escritora, responde:
“Uno no sabe bien nunca por qué se ha hecho escritor. Yo sólo tengo claro que una de las razones es porque fui desde muy pequeña una lectora voraz. Y lo sigo siendo. Lo leo todo: las revistas de los aviones, las cajas de cereales, las pintadas de las calles…”.