Todo puede resultar hermoso y acabado. Tan solo hay que contemplar las cosas con la claridad suficiente.
En la novela de Joan Lindsay ‘Picnic en Hanging Rock’, todo es hermoso, pero también inacabado. La luz de una mañana de verano, perfecta para el picnic, deja al desnudo la superficie de la tierra para su contemplación. Sin embargo, tiene un efecto inesperado entre quienes caen bajo su influjo: los induce al sueño y los convierte en seres tan lúcidos como vulnerables, expuestos no a la luz sino a las tinieblas.
Todo puede resultar hermoso y, a la misma vez, aterrador. Uno de los personajes rememora así el momento crucial de la novela.
Mike se levantó y se acercó al arroyo. Se dio cuenta de que estaba en el mismo lugar por el que habían cruzado las cuatro chicas aquella aciaga tarde de sábado, cada una a su manera. (…) Estaba Miranda, alta y rubia, que pasó rozando la superficie del arroyo, como un cisne blanco. Las otras tres chicas hablaban y se reían mientras avanzaban hacia la Roca, pero Miranda no. Miranda se detuvo un instante en la orilla opuesta para retirarse de la cara un mechón de pelo, tan liso y tan rubio, y él pudo contemplar por primera vez aquel rostro grave y hermoso. ¿Adónde iban? ¿Qué extraños e íntimos secretos compartieron a lo largo de aquella última hora, tan alegre como fatídica?
¿Qué extraños e íntimos secretos? Nadie los conocerá, y en ese vacío se construye esta novela de inquietante belleza. Todo es misterioso en ella: los hechos que se cuentan, los personajes, los paisajes, incluso su estructura y los cambios de registro en la narración. Pero lo más misterioso de todo es el narrador. Sutilmente cambiante, a veces radiante a veces melancólico, juguetón o cínico, irónico, despiadado y tierno, como si fuera la propia naturaleza ardiente y turbia quien contara la historia desde las grietas de Hanging Rock, por donde emergen escarabajos al tiempo que absorben los rayos del sol.
Hay una escena en la que el narrador consigue mostrar cómo los personajes viven, en momentos decisivos, en las grietas del espacio y el tiempo, asomados al abismo de la vida con tal mezcla de extrañeza y claridad que parecen tambalearse al borde de la locura. Es una escena en la que las chicas del internado viven una situación tan límite emocionalmente que las fronteras del espacio desaparecen. Y el narrador lo cuenta así: “Con el corazón encogido, la institutriz contempló las caras de las niñas, que seguían vueltas hacia arriba. Ninguna se había girado para mirar a la chica de la capa escarlata. Los catorce pares de ojos continuaban fijos en algo que estaba detrás de ella, más allá de las paredes encaladas. Tenían la mirada vidriosa e introvertida de las personas que caminan mientras están dormidas (…) Las niñas contemplaban algo. Observaban cómo se desvanecían las paredes del gimnasio para dar paso a una exquisita transparencia. El techo se abría como una flor y dejaba ver el cielo que brillaba por encima de Hanging Rock. La sombra de la roca se extendía, luminosa omo el agua, por la deslumbrante llanura, y todas ellas volvían a estar de nuevo en el picnic…”.
Ven desvanecerse las paredes y lo que ahora pueden contemplar, en ese instante de éxtasis, con la mirada vidriosa de los sonámbulos, es una verdad terrible que siempre habían mantenido oculta o que se negaban a ver: “ahora estaban tan cerca que podían ver las grietas, los huecos y los mugrientos riscos en que se estaban pudriendo las niñas perdidas”.
Se lee esta novela con la misma perturbación que debieron de sentir esas chicas asomadas al misterio que hay detrás de las cosas visibles: los sueños, el deseo, el amor, el miedo… ¡Qué maestría la de la narradora para contar todo eso! El lenguaje fulgurante del primer capítulo, lleno de adjetivos, para hacer de la naturaleza un personaje más y de las emociones una parte fundamental de la trama, y luego cómo el tono se va ajustando hacia la sobriedad de la tragedia.
La vida está llena de grietas a las que no nos atrevemos a mirar… pero ¿qué pasa cuando son las grietas quienes nos miran a nosotros?