
Chesterton decía que no hay buenas o malas novelas de Charles Dickens, pues en todas ellas podemos encontrar lo mejor y lo peor, y en las que no están entre las mejores hallaremos pasajes que no han sido superados por las otras. Lo mejor de su obra puede estar en la peor de sus obras, dice. Sus novelas son un mundo en el que uno entra y tiene la sensación de que podría encontrarse con los personajes que aparecen en una u otra de ellas, todos mezclados, pues es el personaje quien sostiene la narración. Contra lo que pudiera parecer, la peripecia no es lo importante. No es la trama quien empuja a los personajes, sino al revés. Esta característica hace de sus novelas un espacio vital en el que el lector se sumerge como en su propia vida, porque también en esta, la mayor parte del tiempo, nos movemos en un tiempo detenido, estático, solo agitado por seres a los que no les pasa nada más allá de lo que sienten, más allá del roce con otros seres. Esto se aprecia muy bien en ‘La pequeña Dorrit’, con un factor añadido que la vuelve más extraña y desconcertante. Siendo los personajes la clave de toda su construcción argumental, sin embargo, no encontraremos en ellos la progresión que solemos esperar en un relato, según la concepción moderna de novela. Esto lo destacó también Chesterton:
“En las historias de Dickens, si las cosas cambian y se alteran, es tan solo para que podamos contemplar desde distintos puntos de vista los grandes caracteres perpetuamente iguales a sí mismos”.
El paso del tiempo, si es que lo hay, es muy sutil y a menudo nos coge por sorpresa en la lectura. Y, efectivamente, las cosas que pasan apenas hacen mella en los personajes, aunque sí en sus vidas. Ellos no cambian, pero sí se produce un desvelamiento de quiénes son ellos frente a otros. Es como si cada uno de los personajes viviera encerrado en sí mismo, separado de los otros, hasta el momento en el que, por leves ajustes de las circunstancias y los hechos, se reconocerán unos a otros. Lo que cambia no es cada uno de ellos, que siguen siendo los mismos, sino la percepción que tienen unos de otros y, por efecto de esos cruces de descubrimiento, cada uno podrá verse mejor a sí mismo. Pero, ¿no funciona también así la vida, donde los momentos reveladores son más bien raros?
Durante gran parte de ‘La pequeña Dorrit’ no ocurre absolutamente nada, y lo que ocurre se nos oculta. A lo que asistimos es solo a la historia de un narrador que mira y se recrea en la observación atenta (y, como siempre en Dickens, divertida, sombría, alegre, poética, humana, despiadada…) de unos cuantos caracteres en escenas con mucho diálogo y descripción. Diálogos ágiles y chispeantes, que apenas sirven para desvelar la trama, pero sí para caracterizar hasta el delirio a los personajes; y descripciones que crean una atmósfera que envuelve todo el libro para suplir la falta de información sobre la trama con un sentido poético que impregna cada escena, cada detalle, cada objeto, de forma que no sabemos lo que está pasando, no accedemos al pensamiento de los personajes, pero podemos sentir lo que sienten, sus miedos, sus odios, su amor. Esta descripción de atmósferas y personajes da unidad a la historia y nos hace sentir que a pesar de sus dispersiones, estamos dentro del mismo mundo cerrado, opresivo, propio de las pesadillas, y luminoso y divertido de los sueños, todo ello en sintonía con el gran tema de la novela: la fuerza que tienen los secretos, tanto para encerrarnos como para liberarnos.
Tales personajes son bastante corrientes, pero quien los mira es excepcional: un narrador que no es nadie aparte de una mirada capaz de extraer de cada detalle el máximo significado para, de este modo, hacer creer al lector que están pasando cosas extrañas, misteriosas y maravillosas. El lector no las ve, porque el narrador se las oculta, pero lo que sí aprecia es el temblor que producen en cada uno de los personajes. Y por eso se dejará arrastrar página tras página junto a ellos, con la misma ceguera e incertidumbre ante las cosas, idéntica sensación de estar perdido y desorientado, y el mismo anhelo por saber. Creo que al final el propio autor se perdió y ya no sabía exactamente qué buscaba. Pero a nosotros nos da igual ya. Leemos no ansiosos por llegar a la culminación en el que se desvele el misterio, sino deseando que no llegue ese momento, que se alargue la historia solo con el afán de compartir un rato más con la pequeña Dorrit, como si fuéramos nosotros mismos quienes estuviéramos con ella y pudiéramos ser bendecidos con su atención.
La pequeña Dorrit es uno de esos personajes que tan a menudo inventó Dickens como modelos de bondad sin tacha, encarnados habitualmente en niñas convertidas en adultas prematuras que han conservado la pureza de la infancia. Tan simples en su incapacidad para ver el mal, como complejas en su capacidad de consuelo y esperanza. Aunque en este caso se trata ya de una jovencita, su apariencia física es la de una niña y así es vista por el resto de personajes. Lo que más nos atrae de la pequeña Dorrit es su evanescencia, su fragilidad y el hecho de que nunca se nos muestre diáfana y tangible. Recorre la novela como una sombra, que apenas puede desprenderse de la oscuridad que envuelve toda la novela y que la hace parecer tan moderna y triste. Su luz no consigue salvar a los personajes que la rodean y que parecen condenados para siempre, hundidos irremisiblemente en sus mundos cerrados. La suya es una luz tenue, que parece dudar de sí misma, o ignorar su propia fuerza, y que alumbra con la misma debilidad que una vela en una habitación oscura, atrapada en el pasado, abocada a un lento y definitivo derrumbe. Pero algo sí consigue esa débil llama, que es despertar nuestra compasión por las figuras cuyos errores y miserias, debilidades y traiciones, son los causantes de las desgracias de esta novela. A esa débil luz, todos ellos se vuelven humanos y dignos de perdón. Y esa es su grandeza moral.

- Título: La pequeña Dorrit
- Autor: Charles Dickens
- Traductor: Carmen Francí
- Editorial: Alba