
Hay libros que se leen y libros que se viven. Los primeros son una representación para el pensamiento, los segundos son una aventura para el corazón. Todo depende de la conexión entre el autor y el lector, de los caminos que el narrador abre a la lectura, que son múltiples, variados, inventados, opcionales e inconscientes. Para mí, ‘La isla de Arturo’ es del segundo tipo. La novela es un recorrido mágico que el lector piensa, imagina y crea con su propia vida, como si lo escrito fuera el espejo de un laberinto. Como Flaubert decía de su heroína, “Bovary c’est moi”, lo mismo puede decir el lector de Arturo. Así entendía también la literatura Elsa Morante:
“En nuestra perpetua inmadurez, que busca a tientas sus pasos hacia la claridad, ciertas lecturas son para nosotros como experiencias reales y providenciales: liberando de nuestro alrededor, con su intervención iluminante, los monstruos infantiles de la superstición corriente. En esta función liberatoria consiste la máxima razón del arte”
‘La isla de Arturo’ es una historia de emociones esenciales y complejas, como destiladas en la pureza de quien las experimenta, quizá porque están contadas desde la vida incompleta y pura de quien no tiene todavía forma racional de procesarlas, aunque sí palabras para describirlas con una precisión tal que las deja candentes y vivas ante el lector, a quien solo le queda que recogerlas y seguir al narrador a través de su crecimiento emocional en el instante vital en el que todo está a punto de desaparecer.
En la isla, la narración activa el prodigio de la representación verbal de la vida cuando todavía no se puede comprender, pero las palabras sí pudieran atrapar la fuerza del sentimiento puro. Un narrador en primera persona cuenta su infancia y adolescencia en Prócida, una pequeña isla de Nápoles, como si buscara el significado de la experiencia. Pero aunque está escrita de forma retrospectiva, la mirada es la de la vivencia de los hechos y las emociones. Es decir, el narrador no trata de recordar y reflexionar sobre su vida pasada, sino de revivir y volver a sentir. El adulto que escribe se limita a prestar al niño sus palabras y así dar nombre a sus emociones. Es un artificio narrativo que permite conservar la extrañeza y pureza de la experiencia, propias de la infancia, y añadir la profundidad de la comprensión emocional. Como si el adulto mirara al niño sin intervenir, sin modificar sus recuerdos, dejando intacta su inocencia, pero revelando en un segundo plano el sentido de las emociones. De esta manera, el lector percibe la soledad del niño en su casa de la isla, pero también puede ver la casa como “una araña de oro que ha tejido su tela irisada sobre toda la isla”.
Arturo es un chico huérfano de madre que crece de una forma salvaje junto a su padre en una casa destartalada de la isla. Su padre, a quien Arturo idolatra como a una figura mitológica, es un ser extraño, cuyo desconocido medio de vida le lleva a ausentarse de la isla durante largos periodos, sin dar nunca explicaciones. Egoísta, caprichoso e impredecible, condena al chico a una vida de desapego emocional y soledad, y lo arrastrará, cuando llega a la adolescencia, hacia una confusión de experiencias intensas y sentimientos encontrados que lo llevarán al límite de su resistencia. Él no pretende entender a su padre, sus cambios de humor, su desapego, sus ausencias. Lo acepta como se aceptan las circunstancias de la vida, la naturaleza cambiante y a la vez inmutable, cercana y distante. Ese mismo distanciamiento emocional, causante de su soledad, es, como contrapartida, el alimento de su búsqueda espiritual, la conexión especial que establece con la naturaleza y, sobre todo, el sostén imaginario de su vida y, en última instancia, lo que le convertirá en escritor.
“Al reflexionar sobre aquellas conversaciones con mi padre y revivir las escenas de aquella época lejana, todo adquiere un significado muy distinto al de entonces. Y me viene a la mente el cuento del sombrerero que siempre lloraba y reía a destiempo porque percibía la realidad únicamente a través de las imágenes de un espejo encantado”
Conforme va creciendo, el abandono de la infancia será muy doloroso para Arturo, amargado en su soledad por las pasiones multiformes e incomprendidas que marcarán su destino. Soledad, abandono y desapego son las circunstancias que desencadenan el doloroso despertar de una adolescencia marcada por la sed de afecto, la traición, los celos, el desprecio y una búsqueda tortuosa del amor, hecho de ilusiones y locura. Y junto al dolor, la pérdida de la extraña felicidad de la infancia.
El desgarro entre la seguridad de la inocencia y la invención de los sueños, en el instante de su desaparición, parece conformar, finalmente, el aprendizaje de Arturo, expresado en el poema que abre su historia: “fuera del limbo no hay felicidad”. La isla, el lugar de la soledad más esencial y la felicidad más pura, es el único paraíso, “un esplendor de barbarie y de dulzura”, convertida en leyenda en los ojos de Arturo.

- Título: La isla de Arturo
- Autor: Sara Morante (Roma, 1912-1985)
- Traductor: Eugenio Guasta
- Editorial: Lumen. Año: 2021 (publicado originalmente en 1957 -L’isola di Arturo- por Einaudi, Turín)
La primera cita pertenece al ensayo ‘Sobre el erotismo en la literatura’, de Elsa Morante, que se puede leer en el libro ‘A favor o en contra de la bomba atómica’ (Círculo de Tiza, 2018)