
“Con el debido respeto a Tolstói, lo que yo te digo es que la verdad es lo contrario: las personas desgraciadas están en su mayoría sumidas en un sufrimiento convencional, viviendo en estéril rutina uno de los cinco o seis gastados clichés de la desdicha. En cuanto que la felicidad es una vasija rara, delicada, una suerte de jarrón chino, y las escasas personas que han llegado a alcanzarla han ido modelándola y dándole forma línea a línea en el transcurso de los años, cada uno a su propia imagen y semejanza, según su propio carácter, de manera que no hay dos felicidades iguales.”
Lo justo será empezar haciendo una confesión: yo amo a Amos. Soy lectora suya desde que hace ya tantos años que le toca una relectura, cayó en mis manos “No digas noche” y descubrí a un escritor capaz de contar una historia a través del silencio que se filtra entre las palabras de los personajes. Leí en algún sitio que Oz tenía un estilo de escritura shakespeariano, en el sentido de que permite que veamos lo que los personajes sienten, incluso cuando el personaje nos miente en un intento vano de convencernos de su bondad.
Si hay algo que no se le puede negar a Amos Oz es que sus novelas no dejan indiferente a nadie, ni a los que las leemos con veneración, ni a los que, vencidos por la densidad de su prosa, las abandonan antes del estallido, la resignación y el vacío con el que las finaliza. Una de sus virtudes es que construye personajes capaces de renunciar a la lucha, de tirar la toalla, de rendirse; personajes con los que podemos identificarnos, indispensables para sobrevivir en este mundo en el que nos intentan vender que ser un héroe es una aspiración tan razonable y alcanzable como ser optometrista (nota de la autora: gracias, M., has salvado mi vida lectora sin pretenderlo).
El odio, la soledad, el fanatismo, el arrepentimiento, la ambición, el amor, el perdón… de todo hay en esta novela con la que, mediante las cartas que se cruzan sus personajes, Oz construye un relato lento e intensísimo, en el que exhibe su dominio del lenguaje y, sobre todo, su concepción ética y estética de la literatura.
Alec, Ilana, Boaz, Michael Sommo, Manfred Zakheim, Rahel, nos muestran en sus cartas los miedos, los anhelos y los porqués que creen han motivado sus acciones, mostrándose tan descarnadamente ante nosotros, que vemos incluso lo que ellos no quieren que veamos.
La complejidad que adquiere un argumento aparentemente simple -una pareja divorciada que, tras siete años sin hablarse, retoma la comunicación en un intento de la madre de solucionar los problemas del hijo que tienen en común-, convierte las cartas y telegramas que cruzan los personajes, en un misterio en el que se mezclan el mundo representado con el real, el autor con el lector, y en el que la lengua se utiliza como texto y como código
Es duro Oz cuando escribe, no tiene piedad alguna, ni con sus personajes ni con sus lectores, por eso La caja negra se parece tanto a un tratado de filosofía -no en vano estudió filosofía y literatura en la Universidad Ben-Gurion- y, por eso también, es una novela magnífica e imprescindible.
Hace muy poco que se cumplió el primer año del fallecimiento de un intelectual imprescindible para entender la literatura en general y la vida en particular. Un escritor a quien todo el mundo debería haber leído alguna vez… aunque solo sea una… hasta el final de la historia.
«La gente piensa que hacer concesiones es una palabrota, sobre todo los jóvenes idealistas y entusiastas. Piensan que hacer concesiones es algo fraudulento, que es debilidad, falta de sinceridad oportunismo. Para mí hacer concesiones es sinónimo de vida. Y lo contrario es fanatismo y muerte” (¿De qué está hecha una manzana?. Conversaciones con Shira Hadad. Editorial Siruela.)
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