“La sed que me dejaste sigue siendo tuya”. Esta hermosa frase resume el sentido de este pequeño libro con el que Maria van Rysselberghe quiso evocar en primera persona el amor vivido cuarenta años atrás por dos amantes que pasan un mes juntos en una casa en el Mar del Norte. Con una prosa sutil y sugerente, precisa en la elección de las palabras y llena de un conocimiento profundo de los rincones donde reposan las vivencias, esta historia logra revivir el amor de aquellos días con toda la intensidad de su presente interrumpido, como los amantes quisieron. De esta forma, al captar la fugaz plenitud de su amor, el recuerdo se transforma en arte para sobreponerse al tiempo y prolongar a lo largo de toda una vida la resonancia de una experiencia ocurrida hace cuarenta años.

En su evocación, lo que importa de las palabras es su sonoridad, del mar su fuerza para envolver la alegría, y de la casa, la luz y el silencio que marcan los límites de su presencia y el recuento de los días que se suceden “maravillosamente iguales”. En su recuerdo de lo que ocurrió en “la casita de la duna”, son importantes las conversaciones, los gestos, las miradas, incluso la distancia entre los cuerpos (“expresábamos nuestra alegría a través de nuestro andar, que coincidía de forma espontánea”), y también los sonidos, los objetos o los libros. Es a través de todo ello como la narradora redescubre sus emociones.

Desde las primeras líneas, la evocación de la casa sirve de sortilegio para la aparición de los amantes: “Te confundo a ti, frágil vibrante como una criatura sobresaltada, conmigo misma: somos el melancólico espacio de esta historia”. También la playa, testigo de sus largos paseos, le devuelve después de tantos años el temblor de sus abrazos: “¡Ay, hermosa extensión, con qué fuerza penetras en nuestros corazones!”. Y siempre para rastrear las huellas de aquellos días como si pensara que un amor tan consciente del tiempo (que no tenían) permanecería intacto con el paso de los años:

“Nosotros solo tenemos el presente. ¡Piensa en todo lo que en él depositamos! Sé que puedes soportar ese peso sin flaquear. No dejemos que nada se pierda, ni de nosotros ni de la vida; aceptémosla tal y como viene; todo puede ser muy hermoso, hasta las lágrimas que nos guardamos de derramar… Nada puede hacer que esto no exista; nunca nada podrá hacer que esto no haya existido”.

Una peculiaridad de esta historia y que le da un encanto especial es el importante papel que juegan los libros en el crecimiento del amor entre los dos protagonistas. Por las noches se leían el uno al otro poemas de Baudelaire o Heine y fragmentos de las cartas de Flaubert. Es en una de esas lecturas cuando se produce la primera declaración de amor: “No es a Flaubert a quien amas, es a mí”; y también la maduración de sus sentimientos: “Ya ves, ahora los libros somos nosotros”. Los libros, convertidos en cómplices de su locura o de su alegría, les ayudan a ver su amor “de forma más clara y urgente” y fortalecen las huellas que encontrarán tiempo después.

La permanencia del amor en el transcurrir de los años, las reglas del amor y la fidelidad y la capacidad del arte para recuperar el tiempo perdido a la manera de Proust son los grandes temas de esta novela. ¿Qué valor tiene lo vivido si al final va a desaparecer sin dejar apenas rastro? ¿Adónde van a parar las experiencias sin el recuerdo? ¿Qué queda de ellas en nosotros? O mejor, ¿qué queda de nosotros sin ellas? Somos lo que recordamos, pero solo el arte puede reconstruirnos y rescatar lo que somos del naufragio del tiempo.

SOBRE LA AUTORA


De Maria van Rysselberghe (Bruselas, 1866-1959) se suele decir que fue una escritora secreta y que vivió para los demás. Su vida estuvo rodeada de arte desde su nacimiento en el seno de una familia de editores de la alta burguesía de Bruselas. Fue la esposa del pintor impresionista Théo van Rysselberghe, que la retrató innumerables veces y con quien compartió viajes por Europa y amistades literarias.

Publicó ‘Hace cuarenta años’ en 1936 con pseudónimo. Al ser reeditado en 1968 se le añadieron otros dos textos breves e igualmente autobiográficos, ‘Para un ruiseñor’ y ‘Galería privada’. Publicó muy poco y lo hizo por recomendación del escritor francés André Gide, con quien mantuvo una relación singular. Fue su amiga más íntima y desde 1918 escribió un cuaderno en el que dejó testimonio de la vida del escritor hasta su muerte en 1951, ‘Cuadernos de la Petite Dame’. Además, su hija Elisabeth también mantuvo una relación con Gide, de la que nacería una niña.

En España, la editorial encargada de rescatarla del olvido ha sido Errata Naturae.

Imagen: retrato de Maria van Rysselberghe pintado por su marido.