Hay novelas que despiertan en nosotros el recuerdo de una experiencia primordial que se hunde en el origen de lo que nos ha hecho ser como somos. Crean en el lector las imágenes de un hogar perdido. Nos resultan familiares porque nos recuerdan lo que ya sabemos, pero hemos olvidado; y nos resultan extrañas porque nos descubren que solo lo sabíamos a medias.

El Quinteto de Avignon’ es una de esas novelas que elevan la experiencia de la lectura a su máxima expresión. Lawrence Durrell crea su mundo con imágenes, descripciones y caminos interiores que se expanden en el tiempo para tocar en el lector la fibra íntima de su propia vida. Las imágenes evocan experiencias que el lector hace suyas y, sin aspirar a la verdad o al conocimiento, le devuelven el sabor de lo vivido, el temblor del sueño, la dulzura de estar feliz y perdido en la vida. Avignon no se conoce, sino que se vive. No se recorre, se evoca. Y el regreso vivifica los recuerdos y los acerca al presente.

Sumergirse en esta historia llena de laberintos, sueños, pasiones y todo aquello que la vida tiene de espejismo me ha devuelto a ese momento feliz y fugaz de los veranos de la juventud cuando la máxima dicha se desangraba por la herida de la premonitoria separación, bajo “el vértigo de un deseo que en el futuro sería no correspondido”. Y ahora, cuando el destino está más cerca pero sigue siendo igual de inaprensible, la lectura me lleva a aquel tiempo con la claridad de las cosas que ya no nos pertenecen, aunque las seguimos llevando dentro:

“Para apreciar realmente un lugar o un momento, para extraer su esencia profunda, deben ser considerados bajo la luz de una partida, de una despedida. Era la sensación del adiós que impregna todas las cosas con el fantasma de la nostalgia, tan importante para un joven artista”.

La intensidad y reiteración con la que en el relato se evocan experiencias, aventuras, recuerdos e instantes de vida no son suficientes para comprender, pero se acepta que quizá esa sea la condición de su fugacidad. Es decir, la rememoración es tan atenta y delicada que parece ser fruto de una melancólica resignación ante la impotencia de la vida para desvelar su secreto, ni siquiera en sus momentos fulgurantes. La novela está llena de esos momentos, reinventados con la concentrada atención con la que nos preparamos para el sueño. Su aparente vivacidad logra hacernos olvidar que su hechizo se truncará bruscamente en el último instante para dejarnos al borde del significado, con el único consuelo de la plenitud sensorial.

En ‘El quinteto’ se rememora un verano de juventud del periodo de entreguerras compartido por un trío: hermano, hermana y amante, cuyos nombres irán cambiando a lo largo del relato según quien tome la palabra, pues “cada nombre era como una constelación de recuerdos”. Desde la perspectiva de un tiempo que parece volverse sobre sí mismo, se evoca una época epifánica en busca de las claves de la vida y del amor cuando al final todo parece destruido por el suicidio, la locura, el desengaño y el colapso del espíritu. Cada una de las cinco partes de la novela vuelve una y otra vez sobre los mismos personajes y sus encuentros, y se leen como la búsqueda que los diferentes narradores emprenden de sus destinos, en medio de constantes interrupciones, pasos en falso, oscilando entre el placer y el dolor, la luz y la incomprensión. La desintegración del propio narrador nos hace ver muy pronto que difícilmente se hallará ninguna clave que explique lo que ocurrió con sus vidas, no hallaremos un significado de conjunto. Renunciamos a comprender y nos quedamos con la evocación a la espera de esos momentos que, suspendidos en el tiempo, separados del espacio, nos devuelven una imagen de la felicidad, aunque también puede ser del dolor, en la que nos reconocemos por lo que hemos vividos, hemos perdido, y dejó en nosotros.

“Cinco novelas escritas con un estilo de tresbolillo netamente elíptico inventado para la ocasión. Aunque solo dependieran entre sí en la forma que un eco depende de otro, no figurarían dispuestas una tras otra en orden consecutivo, como un dominó, sino que pertenecerían simplemente al mismo grupo sanguíneo…”

La aventura a la que invita Durrell no es nada fácil. El lector se sentirá absolutamente perdido durante largos tramos, sin saber dónde está ni con quién ni para qué. Incluso en sus mejores momentos es un tipo de lectura muy peculiar: psicológica, descriptiva, sensitiva, con detalladas descripciones, conversaciones profundas, escritura introspectiva y un dislocado tratamiento temporal. Pero cuando se ha vislumbrado el objetivo de la búsqueda avanzas más confiado en que la aventura vale la pena. Si se cede al hechizo que la lectura plantea, el lector se sentirá cómplice, un personaje más si entra en el juego de Durrell. Entonces, comprendes que leer está cerca de recordar: y hacerlo, además, sensitivamente, con la piel, los ojos, la música. La textura de las palabras y la penumbra de las imágenes te transportan en el tiempo hacia Avignon, el verano de la juventud y sus emociones dormidas. Y mientras el narrador da vueltas alrededor de su amor, el lector se sumerge en su propio “deposito de emociones amorosas”.

Como en un bosque que no conoces, al entrar en el libro sabes que te vas a perder inmediatamente, como si cayeras en el centro del tiempo, de modo que el viaje lector también es una búsqueda de ti mismo alrededor del misterio del destino y de las posibilidades del amor, que son, junto a la integridad de la personalidad en un tiempo fragmentado, los grandes temas sobre los que reflexiona la novela. Y en el centro de todo: la imagen intensa, inspiradora, capaz de conmover el corazón y agitar la inteligencia, de una mujer libre y salvaje, ese tipo de mujer que vive al margen de convenciones, en los bordes de la razón y las emociones, que nos devuelve al lugar y el tiempo más amado, donde el mundo interior conserva intacta la vida más pura.

  • Título: El Quinteto de Avignon está compuesto por las siguientes novelas: Monsieur, Livia, Sebastian, Constance y Quinx
  • Autor: Lawrence Durrell
  • Traductor: Jordi Fibla
  • Editorial: Edhasa. Año: 2009