“La literatura, según dicen, lo permite todo. Por lo tanto, yo podría hacerles dar vueltas hasta el infinito en la escalera de Penrose, ellos jamás podrían volver a bajar ni a subir, harían siempre ambas cosas a la vez. Y, en realidad, ése es en cierto modo el efecto que nos producen los libros. El tiempo de las palabras, compacto o líquido, impenetrable o espeso, denso, dilatado, granuloso, petrifica los movimientos, hechiza y aturde. Nuestros personajes permanecerán confinados en el palacio para siempre, como en un castillo encantado. »
El orden del día. Éric Vuillard.
Traducción: Daniel Albiñana.
Editorial Tusquets, 2018
El orden del día es una novela, pero también es un libro de historia, especialmente cuando los documentos oficiales que conservamos de esa historia han sufrido una manipulación previa por parte de la propaganda nazi de la época. Por eso a veces la fabulación es necesaria, por eso a veces se consigue entresacar más verdad de los gestos insignificantes, de las fotografías que se descartaron, del borrador que nunca llegó a ser documento definitivo, que de todo aquello que finalmente salió a la luz. Por eso, a veces, una novela sobre lo que se imagina que ocurrió, puede ser más real que una crónica sobre lo que se vio mientras ocurría.
Los escritores tienen una libertad de la que carecen los historiadores a la hora de decidir qué hechos relatar de todo lo sucedido y en ejercicio de esa libertad, Vuillard se aferra a los pequeños detalles que denotan la mezquindad y la codicia que llevó a 24 grandes empresarios alemanes a financiar una campaña que permitió convertir los delirios de un loco en las órdenes de un dictador.
La historia no deja de ser una reconstrucción social de los hechos, pero curiosamente tiende a fijarse en los que ordenan la ejecución más que en los que la hacen posible, no así esta novela en la que Vuillard nos habla de los insaciables y altaneros empresarios que, amparados tras la justificación de salvaguardar la empresa, ofrecieron a Hitler los recursos indispensables para sufragar y ganar unas elecciones a las que su partido se enfrentaba sumido en la bancarrota.
Los colaboradores necesarios, escondidos tras muchas de las que hoy son prósperas empresas, salieron impunes, nadie les pidió cuentas… hasta ahora.
Desde que tengo memoria ando buscando en la vida una cualidad rara e inaprensible que yo llamo (no sé si con acierto) trascendencia. La idea es que lo que parece ser fugaz, si observamos con atención, resulte ser eterno. Se trata de distinguir entre un océano de cosas y personas, aquellas que ocultan bajo una primera capa trivial un sustrato de permanencia en el tiempo. Supongo que en el fondo lo que intento encontrar es el arte de lo cotidiano, la atemporalidad que diferencia la moda de los clásicos, el sentido que late tras lo aparentemente inútil.
Supongo que por eso me ha gustado tanto “El orden del día”. Todo en esa novela parece un monstruoso decorado que alberga una farsa y eso hace que lo que conocemos como historia permanezca, con una presencia que no es la del pasado sino la de un presente vivo y aterrador.
¿Pero qué tiene de bueno esa obsesión de mirar hacia atrás en vez de hacia delante? Nada, si se tratase de eso, pero es que no es de eso de lo que se trata. “El orden del día” no es un ejercicio de memoria, sino de teatro: intenta recrear unos hechos que pertenecen al lado más oscuro del comportamiento humano y que se hallan en un universo inaprensible, fuera de todo lugar y, sobre todo, lejos, muy lejos, del tiempo tal y como lo concebimos. El narrador se mueve constantemente, para que no nos confiemos… nada pareció terrible hasta que lo fue, todo puede suceder en cualquier sitio y momento.
Y esa falta de anclaje, ese vagar incesante entre el pasado y el presente, esa amenaza latente de futuro, convierte a esta breve e intensa novela en un clásico.
Tiene buena pinta … me lo apunto
Un abrazo
Te gustará, estoy segura.
Un abrazo, Juana.
Despues de haber leido la novela me ha encantado lo que Francesca ha escrito sobre la misma.
Me ha cautivado.
🙂