Compré este libro porque me lo había recomendado un amigo, pero cuando leí la solapa estuve a punto de arrinconarlo en la pila de ‘libros para una mejor ocasión’. Confinado en un campo de prisioneros japonés en plena Segunda Guerra Mundial, el cirujano Dorrigo Evans vive del recuerdo de la historia de amor que mantuvo dos años atrás… Ese era el punto de partida y la perspectiva de visitar la jungla de Birmania no me apetecía nada. Sin embargo, la primera frase me atrapó:
“¿Por qué en el principio de las cosas siempre hay luz?”
Seguí adelante con la esperanza de que la parte del amor compensara la parte de la guerra. ¿Ocurriría así o se confirmarían mis sospechas de que la recomendación de mi amigo tenía más de provocación que de complacencia? Pues sí ocurrió, pero de una forma inesperada y sorprendente, como corresponde a una gran novela. Una buena parte de ella transcurre en los años previos y posteriores a la guerra, lejos por lo tanto del campos de prisioneros y de la jungla, y efectivamente el amor es el tema principal que preocupa al narrador. En esa parte, que aparece intercalada en la narración del campo de prisioneros a modo de evocación y de contraste entre la oscuridad de la guerra y la luz del amor, se narra con detalle la breve relación del protagonista con una mujer, su enamoramiento y los meses de encuentros furtivos que comparten hasta que llega el llamamiento a filas. Lo sorprendente es que cuando el narrador te lleva al hotel de los amantes y sus paseos por la playa, estás deseando volver a la jungla, al fragor de la batalla, a la crueldad de los vigilantes, a la sordidez de las zanjas y los barracones…
Lo que se cuenta es terrible por su nivel de inhumanidad y, sin embargo, la narración se mantiene siempre en el umbral de lo humano por la perspectiva que adopta el narrador, por el tono y por el estilo de sus descripciones. Y el amor termina siendo lo de menos, o al menos el tipo de amor que antes de la guerra parecía tan verdadero y único. La experiencia de la guerra transforma a cada uno de los personajes. A algunos los hunde, a otros los deja perdidos, a otros los hace profundizar en sus miedos, a otros les da una sabiduría inútil, etc. No hay ninguno, ni siquiera el protagonista, que le sirva al lector como síntesis de la experiencia. Para ellos llega un final que es como un sueño muy real que oculta el significado de todo el conjunto. “El conocimiento como una estrella que se hunde…” Y esta es otra de las cosas que engrandecen a esta novela: es el lector quien tiene que ir recogiendo los fragmentos si quiere aprehender el sentido global que parece tan fuera del alcance de todos.
Dorrigo Evans es un personaje complejo hacia el que el narrador mantiene una distancia que al lector le puede extrañar al principio, hasta que comprende que es en esa distancia donde podremos encontrar el sentido de su historia. Para los personajes que rememoran sus vidas hay muchas historias, emociones, aprendizajes, en múltiples fragmentos, pero ninguna de esas cosas representa la verdad de lo que han vivido allí.
“Cuanto mayor es el misterio, más significa”.
Dorrigo actúa sin comprender, a veces con el alma aletargada, otras con rabia ante el destino, entre la desesperación y la esperanza. Lo curioso es cómo consigue el narrador que, acompañando a un personaje que solo ve a su alrededor “el vacío, el frío, la blancura, la nada”, el lector vea que la vida sigue existiendo, resurgiendo, más allá de la muerte.
Y cuando vas llegando al final te da la impresión de que pasará el tiempo y recordarás este libro y las sensaciones que te produjo en tu interior, con tanta fuerza como el esfuerzo de los personajes en olvidar su historia. En las últimas páginas, la frase con la que arrancaba la novela se ha modificado un poco, lo suficiente para advertir que hemos avanzado y el misterio se ha hecho más profundo. Ahora se dice que “solo hay luz en el principio de las cosas”. Aunque sabemos que tampoco eso es cierto. En los momentos más duros de injusticia y sufrimiento, cuando se dispone a amputarle una pierna a un herido, sin anestesia ni instrumentos adecuados, el protagonista cree atisbar “la verdad de un mundo espeluznante en el que era imposible escapar al horror, en el que la violencia era eterna, la única y gran verdad…” Sin embargo, ese descubrimiento no le hará detenerse pues “nuestra fe en las quimeras es lo que hace la vida posible… es nuestro empeño en creer en la realidad lo que nos acaba fastidiando una y otra vez”.
SOBRE EL AUTOR
(Foto de Clara Molden, The Telegraph)
Richard Flanagan (Tasmania, 1961) ganó el premio Man Booker de 2014 con ‘El camino estrecho al norte profundo’, publicada en España por Random House con traducción de Rita da Costa. Está considerado uno de los mejores novelistas australianos de su generación. Además, ha escrito numerosos reportajes periodísticos y otras obras de no ficción. También ha dirigido una película y fue coguionista de ‘Australia’, de Baz Luhrmann.
En esta novela tomó el título de uno de los libros más famosos de la literatura japonesa, escrito por el poeta Basho en 1689, para recrear uno de los acontecimientos más terribles y desconocidos de la II Guerra Mundial, la muerte de más de 100.000 personas en la construcción de una vía de ferrocarril entre Tailandia y Birmania. Los japoneses utilizaron como mano de obra a unos 300.000 hombres, entre ellos 60.000 prisioneros del bando aliado. Uno de los soldados que participaron fue el padre de Richard Flanagan, que logró sobrevivir. En una entrevista en The Guardian, el autor afirma que mientras el poema de Basho está considerado una cumbre de la civilización japonesa, este hecho militar sería el punto más bajo.
Flanagan dice que tardó muchos años en escribir su novela. Fracasaba una y otra vez, hasta que se lo propuso como un reto cuando su padre, nonagenario, estaba ya muy débil. Debía escribirla por él. El día que la terminó su padre murió. La novela está dedicada a él, prisionero número 335.
Sobre la relación entre el amor y la guerra que se muestra en la novela, Flanagan dice lo siguiente:
“Las historias de guerra tratan sobre la muerte. La guerra ilumina el amor, mientras que el amor es la expresión más grande de la esperanza, sin la cual cualquier historia suena falsa. Y negar la esperanza en una historia en la que hay tanta oscuridad es crear arte falso. No sería evitar el sentimentalismo. Sería mentir”.