Me pregunto cuál será la mejor manera de leer a Dickens. A qué edad, con qué orden, a qué ritmo… Estoy seguro de que en el diario de cualquier lector el encuentro con Dickens ocupa un lugar especial. Con él no cabe la indiferencia. Se desprecia o se ama y, a menudo, no se le entiende. Dickens es una emoción, una forma de ser y de estar en el mundo, es un deseo, un sueño, una alabanza, un milagro. Yo sé lo que siento cuando lo leo, puedo apreciar sus virtudes y disculpar sus defectos, pasar por alto sus excesos porque la felicidad y el amor lo justifican todo. Sé por qué es grande y único. Lo difícil es explicarlo. A Dickens hay que sentirlo.

La lectura y las emociones que provoca se parecen tanto a vivir que al cerrar el libro las palabras se quedan cortas. Podemos hablar de su humor, sus personajes, sus diálogos, sus ambientes… y nos acercaremos muy poco al corazón de su genio, a aquello que conecta con el lector de una forma invisible. De lo que conozco, hay dos autores que lo entendieron y fueron capaces de habitar en su mundo. Cada uno lo vivió a su manera. Uno, John Irving, se quedó dentro y escribe novelas; el otro, G. K. Chesterton, descubrió su esencia. Leer las novelas del primero ofrece la posibilidad de reencontrarse con el mismo espíritu que animaba a los personajes de Dickens. Gracias al segundo, logramos entender mejor la experiencia de sentirse atrapado en el extraño mundo imaginado por Dickens.

Una de las características de las novelas de Dickens que destaca Chesterton es que las atmósferas son más importantes que las historias e incluso que los personajes. Por atmósfera entiende el telón de fondo, el tejido invisible no solo físico sino también moral que envuelve la historia y que hace tan presente y palpable las conexiones espirituales entre los personajes. La anécdota puede ser insignificante, pero sus implicaciones emocionales marcan interiormente el relato y van dando forma a un secreto que aporta entidad a los personajes y que no se resuelve del todo, como si los personajes solo mostraran a Dickens lo que es capaz de soportar sin que su mundo se desmorone, de tal modo que al lector le queda el misterio de su verdadero secreto.

Esta característica, que para mí es una virtud, es vista como un defecto para aquellos que consideran que la visión que ofrece Dickens de la realidad está edulcorada, como si su imaginación ante la tragedia humana fuera incapaz de llegar a los lugares más recónditos y tenebrosos y se conformara con una explicación más amable, como si a pesar de describir el lado siniestro de la vida no llegara a entenderlo. Lo que ocurre es que Dickens obliga al mal a respirar en una atmósfera que propicia la redención. Y esto es así porque el aliento de su visión de las realidades humanas tiene el mismo componente de los sueños, de los sentimientos, de la alegría, del deseo de encuentro, fraternidad y conversión. Además, esta densidad de la atmósfera evita que se caiga en el melodrama. Si los personajes pueden parecer muy simplificados en sus motivaciones y resultar inverosímiles, la atmósfera cubre de poesía y misterio sus acciones. Es más, paradójicamente, cuanto más irreales son los personajes, más llenos de vida están.

Dickens nunca resultará melodramático, falso ni irreal porque si algo exagera es la verdad. Si deforma la realidad es para extraer de ella la vida. El bien. Porque no le interesa retratar el mal, sino vencerlo. Las pasiones son extremas y los personajes que las encarnan pueden parecer inmutables en sus certezas, lealtades, odios y ambiciones hasta caer en la exageración. Chesterton lo explica diciendo que mientras la moderación es fácil cuando tratamos vidas ajenas, nada nos conduce más a la exageración que los conflictos de la propia vida, cuando está en juego el bien y el mal, cuando somos nosotros mismos quienes sufrimos. Y añade que solo la verdad admite la exageración: Dickens encuentra una verdad y se pone a bailar en torno a ella. Por eso también sus personajes más disparatados son los más serios.

‘David Copperfield’ está lleno de personajes extravagantes en medio de una peripecia bastante corriente. Las aventuras del narrador protagonista discurren en un mundo realista atravesado por las intensas emociones de quien se entrega con pasión y con todo su ser a las verdades de la vida. Una pasión y una entrega (al amor, a la amistad, al deber) que, a través de la exageración, extrae verdad de lo más común. Uno espera grandes aventuras y personajes exóticos y, sin embargo, resultan comunes y reconocibles. Lo excepcional de ambos es la luz con la que son evocados por el narrador, es decir, su actitud vital, su sensibilidad y su sabiduría. Una luz que se proyecta con la pasión de una juventud que resistió los embates de la vida, las trampas, los obstáculos, los errores y las tentaciones gracias a un impulso secreto y misterioso que sostiene al narrador y que descubre al final, cuando ya se dispone a contar.

Para conseguir eso es muy importante la posición del narrador, que escribe en primera persona a partir de sus recuerdos. Este es uno de los grandes aciertos de la novela porque es el procedimiento que utiliza el autor para hacer creíble lo que, una vez más, podría parecer exagerado o melodramático. David Copperfield está en todas las escenas y conoce el destino final de los personajes. Sin embargo, consigue que cada escena del pasado, y cada conflicto, sea recreado tal como se vivió en el momento de ocurrir, sin que el conocimiento posterior desvirtúe los sentimientos que se despertaron entonces. Y la historia es convincente porque es contada por un narrador que, pese a escribir desde el pasado, rescata los hechos impregnados de la pasión (el miedo, el odio, la esperanza, el amor) con la que fueron vividos. Esto lo consigue de dos maneras. La primera es que nunca juzga a los personajes. El Copperfield del futuro no traiciona al Copperfield de la juventud. Como resultado, una extrañeza hace palpitar algún tipo de verdad en el lector cuando tiene la sensación de saber más que el propio narrador. La verdad de fondo tiene que ver también con aquella luz que permanece invariable durante toda la novela, la luz de la inocencia. Vemos, por ejemplo, como lectores, el egoísmo y la perversidad velada de Steerforth, a pesar de que está retratado por un narrador que lo mira con buenos ojos, con los ojos de la juventud. Esa doble dimensión cubre de misterio y verdad al personaje para captar el más profundo sentido de la amistad.

El segundo procedimiento que utiliza el narrador es permanecer en segundo plano, como un observador, de forma que cuenta su vida mediante la observación de las personas que le rodearon. Su vida es la vida de los otros. Y aquí es donde se despliega el talento de Dickens para hacer del personaje más secundario una figura llena de sentido cuya influencia se percibe constantemente. Mujeres atrapadas por la ira, hombres encadenados a un oscuro deseo o bendecidos por una inmaculada dignidad, ambiciosos condenados por su codicia o, como siempre, esas mujeres-niña que atesoran lo más puro y verdadero. Todos ellos exagerados por la luz que, no solo proviene del narrador, sino de las miradas de los otros personajes.

Dickens capta en este libro la vida tal como se percibe en la infancia o las incertidumbres, mezcladas con la ilusión con las que se avanza por el camino de la juventud, cortando, como le gusta decir a Copperfield, ‘los árboles del bosque de las dificultades’. De todas las vivencias que se narran, cualquier lector escogerá aquellas en las que puede verse a sí mismo en una situación similar y sentirá cómo vuelve a vivirlas descubriendo algún significado oculto.

Y tal como la vida está hecha de personas, lo mejor sin duda de esta novela son sus personajes. Por supuesto, el que le da título y de quien al final sabemos muy poco, ya que sigue siendo un misterio, pues consigue transmitir esa sensación de que la vida es inagotable por la riqueza de relaciones que es capaz de mostrar con el resto de personajes, todos ellos inolvidables. La vida de David Copperfield es interesante no por la excepcionalidad como individuo, pues es una persona de lo más corriente, sino por la generosidad de su trato con los demás. Cuando muestra a los personajes surge la vida con toda su fuerza. Y aunque por sus limitaciones puede equivocarse y distorsionar la realidad, toda deformación juega siempre a favor de las personas, tal como hace el amor. Pero no solo eso. También a través de ellos, por la imaginación descabellada de la que han surgido, la historia de Copperfield ofrece al lector una panorama tan rico de la diversidad humana: el amor absoluto, la esperanza irracional, la amenaza del mal sin redención.

Todo ello convierte esta novela en un festín asombroso de emociones, sabiduría y humanidad. La vida, en aquellas cosas que importan, vistas de forma poética. Con la mirada de quien está agradecido a la vida y a quienes le enseñaron a amarla, a quienes aquí Dickens rinde un homenaje con aquello que mejor sabía hacer, un humor desenfrenado, luminoso, romántico y absurdo, que se ríe de sus propias extravagancias, hecho solo de la observación de comportamientos, fruto de una mirada cuya inocencia nace de un alma herida y llena de dudas.

SOBRE EL AUTOR

‘David Copperfield’, publicado por Alba con tapa dura y en edición de bolsillo con traducción de Marta Salís, es la octava novela de Charles Dickens (1812-1870). Es su libro más autobiográfico y con él se abre su etapa de madurez que daría ligar a obras maestras como ‘Casa desolada’, ‘Grandes Esperanzas’ o ‘Nuestro amigo común’. En total escribió quince novelas, además de cuentos, libros de viajes, crónicas y reportajes. En su epitafio en la llamada «esquina de los poetas» de la abadía de Westminster puede leerse: «Fue un simpatizante del pobre, del miserable y del oprimido, y con su muerte el mundo ha perdido a unos de los mejores escritores ingleses».