Así es la vida. Eso es lo que destacaron los primeros lectores de ‘Anna Karénina’. La unión entre el arte y la vida, como si la técnica hubiera sido empleada con tal maestría que la obra fluye con la naturalidad de las cosas reales. Esa fascinación sigue presente en los lectores de hoy. Se puede leer a Tolstói para observar cómo se escribe una novela. Ese es uno de los placeres que depara su obra, entre otros muchos que se disfrutan entre la perplejidad, la extrañeza y el asombro.
Lionel Trilling escribe en un ensayo que Tolstói no alcanzaba ciertas cotas de iluminación que si logran Dickens, Dostoyevski o James y, sin embargo, era, más que esos otros autores geniales, el modelo más seguro para el género de la novela. La razón, según Trilling, está en su mirada sobre el mundo. Lo que es capaz de mostrar el novelista ruso es la naturaleza de la vida con la máxima transparencia a través de una subjetividad hecha de amor, “un amor tan imperioso, constante y justo que consigue proyectar una ilusión de objetividad, porque todo en la narración, sin excepción, existe en el tiempo, espacio y atmósfera”.
Por supuesto que todo arte es subjetivo. No lo es menos Tolstói que Dickens o cualquier otro autor. Lo que varía es la sustancia de la subjetividad. Según Trilling, el amor hacia las cosas conforma la mirada de Tolstói, que creía firmemente en el carácter moral de la novela. Esta en concreto tiene cierta orientación didáctica: el narrador no tiene reparos a la hora de filosofar, enseñar, enfurecerse. Puede tomar partido por alguno de sus personajes, pero cuando el lector está a punto de torcer el gesto por su intromisión, en el momento justo, el narrador se esfuma. Lo hace con sutileza y sin romper su implicación emocional para no empañar la transparencia de su escritura, que nos induce constantemente a la reflexión sobre nuestra propia mirada sobre los personajes. Actúa exactamente igual que la vida: nos desconcierta, y en la misma medida en que aumenta el conocimiento también lo hace la compasión. Como dice Trilling,
“para Tolstói, todo -personas y cosas- puede redimirse; y rara vez nos permite elegir entre antagonistas (… ) Antes que todo, hay una propiedad moral, la propiedad del afecto que explica la singular ilusión de realidad que Tolstoi logra crear. Solo cuando el novelista realmente ama a sus personajes puede mostrarlos en su totalidad, en todas sus contradicciones, en sus fracasos como también en sus grandes momentos, en su trivialidad como en su singularidad”.
En su búsqueda de la verdad, Tolstói encontró la verdad de sí mismo, que no se impone a nadie.
La pregunta que podríamos hacernos sería si una mirada afectuosa sobre el mundo y sobre los seres que lo habitan es la más transparente, aquella que conseguirá mostrar la verdad de las cosas, la vida con más justicia. ¿Dependerá del temperamento del lector y de sus propias creencias? ¿Significa esto que, por el contrario, una mirada de odio o rencor o ira sobre el mundo producirá una visión falsa? Estas preguntas permanecerán siempre abiertas. Lo que aquí importa es recalcar que la mirada afectuosa de Tostoi no excluye el sufrimiento. Es decir, no se trata de mirar hacia otro lado esquivando el mal y el horror tan presentes en el mundo. La crítica ha señalado las carencias de Tolstoi para la representación del mal. Sus personajes están lejos del desgarro existencial que caracteriza a los de Dostoievski. Y, sin embargo, a pesar de la mirada luminosa de Tolstoi, se recuerda a Anna Karénina como una novela trágica. No es casual que su memorable comienzo advierta de que nos adentramos en una historia de infelicidad: “Todas las familias felices se parecen; las desdichas lo son cada una a su modo”.
Efectivamente, la novela podría resumirse como las diferentes formas de caer en [afrontar, luchar contra, aceptar, superar] la infelicidad. Algunos empiezan en la infelicidad (“Todo estaba patas arriba en casa de los Oblonski. Enterada de que su marido tenía una relación con la antigua institutriz francesa de sus hijos, le había anunciado que no podía seguir viviendo con él bajo el mismo techo”). Otros alcanzan al principio la plenitud de la dicha. En todos los casos comprobarán que ninguno de los dos estados es inamovible. Unos irán del éxtasis a la desdicha, otros de la tristeza a la felicidad y los demás hacen lo que pueden. Como la vida misma. Todo depende del carácter, de las circunstancias sociales, del sentido que le dan al amor, etc. Y no solo se trata de trastornos vitales relacionados con el amor. También hay crisis espirituales, ambición de poder, cobardía, debilidad de carácter, enfermedad, opresión social, etc. Tolstoi quería verlo todo.
Hay desastres y momentos sublimes. Hay éxtasis y aburrimiento. Al lector de hoy se le hace difícil la morosidad de ciertos pasajes, las largas conversaciones sobre el problema de los terratenientes, las elecciones provinciales o los campesinos rusos. Son mil páginas. Es comprensible que uno tenga la tentación de abandonar, pero al final nos sorprende el deseo de volver a empezar. Porque si la imaginación moral es el impulso que ilumina la visión de Tolstoi y da sentido a todo, lo que lo sostiene es su estilo: la claridad de su escritura, la estructura entrecruzada de sus historias, el manejo del tiempo, los diálogos, la precisión sobria y exacta de sus palabras, la introspección psicológica, los detalles que dan vida y sentido a cada escena y cada personaje.
Los carruajes, la manta de viaje, la luz de gas, las sortijas brillando a la luz de la lámpara, el té, el escritorio… En la discusión que tiene Anna con su marido en su habitación son los detalles los que llevan las palabras a su máxima tensión: “sus dedos le habían apretado con tanta fuerza que el brazalete que llevaba Anna le dejó marcas rojas en la piel”. Este es un aspecto en el que insistía Nabokov como la clave de la grandeza de Tolstoi, “las combinaciones de detalles que dan esa chispa sensual sin la cual un libro está muerto”. Imágenes evocadas al activar los sentidos de la percepción (sonidos, tacto, color) para crear momentos que se fijan de una forma emocional y física en la mente del lector y que llenan de sustancia ética el comportamiento de los personajes.
El peso de las cosas y la presencia de lo trivial otorga a la historia la fuerza de lo real pues nos hace ver la conexión entre las emociones de los personajes, sus crisis vitales, con su vida concreta. Y decir vida concreta quiere decir tiempo. “La prosa de Tolstói lleva el compás de nuestro pulso –dice Nabokov–, los personajes parecen moverse con el mismo andar de la gente que pasa bajo nuestra ventana mientas estamos leyendo el libro”. Y eso es lo que los hace reales y lo que nos une a ellos, pues así vemos que lo que nos pasa está encerrado en un momento, en una conciencia y en un mundo porque no hay ideas ni sentimientos que no estén atados a las cosas. Eso es lo que consigue Tolstói. Por eso, desde sus primeros lectores, se dice que sus novelas son trozos de vida.
SOBRE EL AUTOR
Lev Tolstói (Yásnaia Poliana, 1828- Astapovo, 1910) es autor de tres grandes obras que están en la cumbre de la literatura universal: Guerra y paz (1869), Anna Karénina (1877) y Resurrección (1899). Además, fue un maestro del relato y la novela corta: Sonata a Kreutzer y La felicidad conyugal. También escribió sus memorias, Confesión, y sus Diarios (publicados en España en dos volúmenes por Acantilado, editorial en la que también se puede encontrar su Correspondencia). Profundamente implicado en los problemas de su tiempo, Tolstoi escribió con un estilo transparente sobre los temas más complejos, tanto personales como sociales y espirituales.