Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.

El amor en los tiempos del cólera. Gabriel García Márquez.

 
 

Esta semana, especialmente ajetreada en lo personal y en lo profesional, me ha parecido que a veces nos tomamos la vida demasiado en serio, como si fuese a durar siempre o como si lo que nos pasa, por mucho que nos importe, fuese a tener alguna repercusión en la historia de la humanidad. Sin embargo, eso sucede en tan pocas ocasiones, que deberíamos vivir con más ligereza y, sobre todo, reírnos más de nuestro absurdo anhelo de trascendencia.

Por uno u otro motivo, cada uno de los últimos días han sido especiales. El lunes lo protagonizaron la familia y los huevos de Pascua, la vainilla y el chocolate. El martes regresé a la rutina tras una semana de descanso vacacional y fue agradable. El miércoles hubo libros y rosas (las esperadas y otras, que Sant Jordi es un día que algunos aprovechan para sorprender). El jueves fue el día en el que se despejó parte de una incógnita y el viernes me sentí muy orgullosa del equipo con el que abordo un proyecto nuevo; nos tocó elegir y elegimos lo correcto, no tengo ninguna duda, porque personalmente pocas cosas me dan más miedo que un ególatra poco inteligente.

Este fin de semana deseaba escribir y en eso ando, aunque arrastro la primavera y esos cambios de tiempo que alteran mi cabeza y me restan horas de paz.

Por eso hoy solo me asomo por aquí, no quiero faltar a la cita, pero no puedo quedarme demasiado, me espera esa historia que me permite, mientras la escribo, vivir –y revivir, y compartir- cualquier emoción sin correr riesgos: no hay heridas, ni reproches. También esa lectura a la que me llevan las ganas de rendir homenaje a un escritor (cercano por tantas cosas…) que se ha ido, dejándonos sus novelas, que son una parte de lo mejor de sí mismo.

La vida sigue, abriendo y cerrando puertas sin descanso. Y todo es luz.
 

¡Feliz domingo, socios!

 

FRANCESCA. Escribo. Leo. Horneo. Siembro.