La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose.
Julio Cortázar, Rayuela
Yo sabía que hoy me dolería la cabeza. He pasado la noche en una especie de duermevela, despidiéndome de alguien que, aunque vuelva, ya nunca ocupará el lugar que era suyo por derecho. Seremos distintos y como la bondad se pierde con la erosión de los días, seremos también irremediablemente peores. Adaptaremos el pasado, para que cuadre con los presentes que nos están esperando. Pero tal vez un día, dentro de mucho tiempo, más por curiosidad que por nostalgia, removamos entre los recuerdos de estos años buscando ternura. Y esperanza.
Yo ya sabía que hoy me dolería la cabeza. También sabía que todo es mentira. Lo sé desde el fatídico día en el que me enteré de que el beso frente al Hôtel de Ville era fingido. […]
…
Y ahí estoy, en ese punto se ha quedado un cuento que tengo emborronado en la cabeza, todavía sin ordenar. Hay historias que uno nunca las entiende hasta mucho después de que se acaben, como en la vida.
Me paré ahí porque de repente vi el working title de la recopilación de cuentos que llevo un tiempo preparando y que acabará probablemente convertida en un ejemplar autoeditado encima de mi mesa. Ahora puedo nombrarlo y para mí eso es importante. Nada es real hasta que no se nombra. El caso es que me detuve, contenta con el descubrimiento y porque ese triste párrafo se había llevado buena parte de la mañana y yo quería volver a la novela que estoy ahora leyendo. Va a ser difícil regresar a mi cuento, porque no hay como leer a un buen escritor para ver las propias limitaciones. Si quiero terminar alguna historia voy a tener que cambiar de gustos literarios.
Ando ahora con “El hombre que amaba a los perros” de Leonardo Padura, un escritor que yo no conocía hasta hace poco, cuando me lo recomendaron y busqué información y referencias. Dudaba porque conozco la trama de antemano y cuenta unos sucesos de los que nunca me ha apetecido saber más. Trata de espías, de gente traicionera, de fingidores. En general no me gustan las biografías ni los libros de historia novelada, sin embargo Padura ha escrito algo diferente. No dejo de consultar Internet en busca del dato, ni a J. en busca de la interpretación. Eso me obliga a retomar la lectura lenta que tanto me gusta y a la que tenía un poco olvidada, tras el atracón de novela negra que me he dado las últimas semanas y del cual me quedo sin dudarlo con Ohlsson y sus Elegidas.
El caso es que tengo working title, una novela magnífica entre las manos y una larga tarde de fiesta por delante…
(Y un dolor de cabeza importante. No, no todo es mentira).
Un amigo mío se acaba de pasar a Mac y con la fe del converso todavía impoluta, me llamó el jueves solo para contarme lo listo que es y como ha sido abrir la caja y ponerse el cacharro a funcionar casi solo. Yo hace tiempo que utilizo casi todo lo que Apple saca al mercado, pero nunca he sido mujer de fe, así que para tomarle el pelo le pregunto cómo es que a ellos les proporciona encantado los datos que tanto se queja de haberle dado a Google. Al principio se sorprendió, porque casi sin sentir le había entregado su dirección, su número de teléfono y hasta los datos de su tarjeta de crédito, según la máquina se los había ido pidiendo («y gracias a que no me pidió más, que en ese momento también se lo hubiese dado») aturdido como estaba ante el asombro de que baste con darle al botón (aunque primero hubo que encontrarlo, claro; para eso también me llamó) para que el engendro se pusiera en marcha.
Mi amigo es hombre y como a él le gusta decir, venera la belleza. Eso le ha causado más de un disgusto, pero en este caso, parece que tiene asegurado que la belleza le sea fiel y no se reconfigure a la medida del primero que le ponga unos drivers. “Por si acaso no se lo dejaré tocar a nadie” me dice, receloso tras mis preguntas. “¿Tú el tuyo lo tienes protegido?”. Con contraseña de 8 dígitos, de letras, símbolos y runas célticas, le contesto. ¡No lo toca ni Dios! “Pues entonces yo lo mismo. Anda, sé buena y dime qué contraseña le pongo.”
Pues eso…
¡Feliz domingo, socios!
La foto es de Amanda, la bella sirena.
La reflexión que haces referente a ver las propias limitaciones cuando te encuentras con un autor o una autora que te gusta me ha recordado a lo que sentí, ahora hace ya algún tiempo, cuando descubrí a Lawrence Durrell a través de su Cuarteto de Alejandría y de su Quinteto de Avinyón, ¿te acuerdas? Creo que yo no tenía 30 años todavía, fue demoledor…;-) También me ha recordado a El Malogrado de Thomas Bernhard, cuando dos jóvenes pianistas virtuosos deciden que su futuro no está en el piano, al oír al jovencísimo Glenn Gould interpretar el aria de las Variaciones Goldberg. La misma sensación, el mismo desasosiego… Pero claro, yo no escribía [ni escribo] como tú y seguro que tú no te lees tal y como lo hacemos nosotros así que…a ver cuando sacas a la luz estos cuentos…:-)
Hola Manel, gracias por tu presencia, tus palabras y tu rastro musical. He estado buscando una cita de Gould que recordaba haber apuntado en una de mis libretas: «El propósito del arte no es la liberación de una expulsión momentánea de adrenalina, sino más bien la progresiva y permanente construcción durante toda la vida de un estado de asombro y serenidad”. Glenn Gould, Que se prohíba el aplauso.
Creo que es la mejor definición de arte que ha dado nadie.
Me cuesta creer que otros encontrarán en lo que escribo un placer parecido al que obtengo yo escribiéndolo ¡aunque no puedo renunciar a aspirar a que eso pase! (como ves, soy osada).
Que te guste lo que lees aquí es tanto mérito tuyo como mío. Que además me lo digas, te honra.
Muchas gracias, otra vez.
Un abrazo.