Al amanecer, sola, me callaba, no cantaba. En los campos y cerca del granero y de la bodega de verduras, la luz seguía presente en el bullicio amarillo de las varas de oro. En cuanto se ocultaba el sol salían las golondrinas de sus nidos de barro, para alimentarse. A continuación aparecían los murciélagos, los pequeños revoloteaban con agilidad, mientras que los más grandes, como pumas alados, se encaramaban en el aire directos a por las luciérnagas, ignorando los mosquitos. A veces estudiaba su vuelo, que nunca sería el mío, ni quería que lo fuera, pero en cualquier caso sus movimientos de ballet, rápidos y a la vez pautados, eran de admirar.
Lorrie Moore, Al pie de la escalera

¿Nunca os ha ocurrido vivir una semana corriendo, cómo si tuvieseis miedo de que el pasado os alcanzase?

Así he pasado yo los últimos siete días. Rodeada de gente además, aunque a veces solo hay soledad donde hay ruido. Hasta ayer no decidí otorgarme un día de paz (lo decidió más bien mi cabeza, que iba ya renqueando hasta que por fin avisó en serio: o paraba yo o me paraba ella), y lo pasé acabando la ficción ajena que la ficción propia había interrumpido: Al pie de la escalera de Lorrie Moore.

Lamenté entonces haberla empezado sin demasiada fe, a pesar de que al ir a buscarla mi librero pelirrojo no pudiese resistirse a jalear mi elección: una gran escritora estadounidense, que sigue la tradición de los grandes escritores estadounidenses. Entendí el halago de esa perogrullada, porque supe que se refería a esos novelistas que escriben a ras de suelo y todo lo más que hacen para desviar su mirada de la línea del horizonte es escarbar en la tierra o elevar la mirada y contemplar las nubes, pero no se mueven de ese realismo a secas (ni sucio, ni mágico, quiero decir) que nos permite identificarnos con los protagonistas de sus historias, aunque transcurran en un Medio Oeste que a mí me parece el Sur de Faulkner (quizás porque no he estado nunca y en el fondo pienso que no existe). Me gustan los escritores que explican la verdad de esas existencias que, cuando ya parecen resignadas a habitar decorados pintados por otros, se revelan y huyen a su manera: despacio y heridos, pero dignos.

Leí la primera parte deprisa, como hice todo esta semana y casi diría que la anterior, pero ayer tras comer temprano esparcí sobre la cama el bloc de post-its, el portaminas y el móvil, dejé en la mesilla una taza de te de vainilla que acabé tomando tibio y rico (el frío rotundo mata los sabores, aunque en agosto habrá que recurrir al hielo para seguir tomando té) y recostada en los cojines, me dispuse a darle otra oportunidad a una novela que, si bien es cierto que tenía pasajes interesantes, no acababa de engancharme. Entonces descubrí que la que había fallado hasta ese momento era yo, no escuché como debía lo que me contaba Tassie y además había leído antes demasiadas reseñas sobre el libro que decían que el argumento giraba en torno a la adopción. Es mentira, no os lo creáis. La novela trata de como una adolescente se convierte en adulta y de lo que eso duele. Ni más ni menos, ¡casi nada!

Cuando acabé las casi 200 páginas que me faltaban era ya de noche y ni siquiera sabía si hoy debía recomendarla aquí. Fue una lectura hipnótica e impactante, que me recordaba a alguna otra, aunque no podía decir a cual.

Me costó dormir porque había hecho una involuntaria siesta matinal tras tomar un calmante para acallar las quejas de mi cabeza y acabé por levantarme y bajar a la cocina a buscar un poco de zumo. Entonces lo recordé. El guardián entre el centeno ¡esa era la novela que Moore había traído a mi memoria! Tassie tiene algo de Holden; solo lo que para mí era importante que tuviese. Además Tassie está rodeada de gente que ahora entiendo.

Me dormí pensando en eso.


Vino a decir Platón algo así como que ante el bien, la belleza y el amor, uno siente, junto al gozo por la posesión, el miedo por la pérdida definitiva. Eso es como decir que es inevitable que todos temamos y, por eso mismo, nadie debe jugar a añadir más miedo al miedo propio, porque temer en sí ya es malo e incluso aunque resulte efectivo a la hora de evitar un dolor, te sume en otro peor: el de, por evitar el sufrimiento de su pérdida, morir sin haber conocido nunca la belleza (o el amor, o el bien).

¡Feliz domingo, socios!