Cuando por la noche uno parece haberse decidido terminantemente a quedarse en casa; se ha puesto una bata; después de la cena se ha sentado a la mesa iluminada, dispuesto a hacer aquel trabajo o a jugar aquel juego luego de terminado el cual habitualmente uno se va a dormir; cuando afuera el tiempo es tan malo que lo más natural es quedarse en casa; cuando uno ya ha pasado tan largo rato sentado tranquilo a la mesa que irse provocaría el asombro de todos; cuando ya la escalera está oscura y la puerta de calle trancada; y cuando entonces uno, a pesar de todo esto, presa de una repentina desazón, se cambia la bata; aparece en seguida vestido de calle; explica que tiene que salir, y además lo hace después de despedirse rápidamente; cuando uno cree haber dado a entender mayor o menor disgusto de acuerdo con la celeridad con que ha cerrado la casa dando un portazo; cuando en la calle uno se reencuentra, dueño de miembros que responden con una especial movilidad a esta libertad ya inesperada que uno les ha conseguido; cuando mediante esta sola decisión uno siente concentrada en sí toda la capacidad determinativa; cuando uno, otorgando al hecho una mayor importancia que la habitual, se da cuenta de que tiene más fuerza para provocar y soportar el más rápido cambio que necesidad de hacerlo, y cuando uno va así corriendo por las largas calles, entonces uno, por esa noche, se ha separado completamente de su familia, que se va escurriendo hacia la insustancialidad, mientras uno, completamente denso, negro de tan preciso, golpeándose los muslos por detrás, se yergue en su verdadera estatura.
Todo esto se intensifica aún más si a estas altas horas de la noche uno se dirige a casa de un amigo para saber cómo le va.El paseo repentino. Frank Kafka (texto completo)
Apenas 20 minutos.
El tiempo de que él tomase un café con leche descremada, muy dulce y yo uno solo, corto, fuerte y amargo. Eran conversaciones diminutas, interrumpidas a veces por saludos de conocidos que ya no se extrañaban de vernos un día tras otro desayunando juntos, en aquel café que ya ni siquiera existe.
Hablábamos de hijos, de parejas, de reuniones familiares y, a veces, cuando la angustia apretaba, de trabajo; de cómo encarar las horas que quedaban por delante y salir indemnes.
Veníamos de lejos, él en su coche, reluciente siempre, yo en transporte público. Hubo un tiempo en el que creí que me gustaría conducir, pero resultó que no y vendí, prácticamente intacto, el utilitario que compré una semana antes de examinarme para obtener el carnet. Aún así, yo era la primera en sentarme en el velador del fondo, soy una impuntual: siempre llego antes de tiempo.
Entrábamos juntos por la puerta principal y allí nos separábamos, hasta el día siguiente. Un «hasta mañana» y una sonrisa con la que nos deseábamos que todo fuera bien, o medio bien. No éramos demasiado exigentes, la juventud nunca lo es.
Estaba segura de que veinte minutos bastarían para fraguar una gran amistad. Yo, por aquel entonces, amaba a Kafka.
¡Feliz domingo, socios!
Francesca ¿Te has fijado que es casi lo mismo que hoy hacen muchos? Pero sin sentarse a tomar ese café. Como lo estoy haciendo yo ahora mismo contigo, pero sin esos veinte minutos para fraguar la amistad, sin ponerme la gabardina y salir a exponerme.
Yo también soy un impuntual y llego siempre antes.
Feliz domingo.
José Antonio, lo que me dices ha sido lo que siempre he deseado que fuese este club: un lugar de encuentro, de charla tranquila -pero de la buena, no de esa en la que hay que estar siempre de acuerdo, sino de la que respeta la opinión del otro, sobre todo cuando se opone a la de uno-; un lugar, en definitiva, donde se pueda fraguar una amistad. O al menos sembrarla, por si surge…
Me alegro de tu visita. Gracias por pasarte por aquí.
Vaya … me uno a el grupo de los que «siempre llegan antes de tiempo» y mira que, es este país es raro …XD
Basta una tarde, 20 minutos o una sonrisa para que alguien se meta en mi corazón para toda la eternidad …
¡Feliz semana!
Ya puestos, te voy a confesar que me gusta llegar la primera y esperar al resto. Verlos llegar, quitarse el abrigo en invierno, acomodarse, pedir «lo mismo» (que es lo más rápido y a uno le entran las prisas cuando llega el último, aunque no se retrase)… observar como otra persona se adapta a un ambiente al que tú ya has tenido tiempo de adaptarte. Ser anfitrión en una cafetería a la que igual resulta que es la primera vez que vas… 🙂
Hay gente que no necesita casi nada para conectar y otra a la que nada le sirve para hacerlo… eso va como va…
¡Hasta pronto, Juana!
Yo también llego siempre antes. Y, como vosotros, soy un exagerado. Aunque no si digo que este relato es maravilloso.
Madre mía, Enrique, con lo poco que has dicho y me has dejado sin saber qué decir a mí -que tiene mérito, te lo aseguro-. Para empezar es cierto, es un pequeño relato, pero sucedió realmente durante unos años.
Que sepas que el que tú digas que es maravilloso, hace que me sienta como si realmente lo fuese. Aunque seas un exagerado… voy a darme el gusto de pensar, por un momento, que no lo eres. De pequeñas alegrías como esta se compone la vida ¿no? ¡pues eso!