Ayer, antes de coger el tren de regreso a Barcelona, A. y yo paramos a comer en el self-service de la estación Valencia-Norte.
Al poco de sentarnos a la mesa se nos acercó una mujer, diciéndonos que tenía hambre y pidiéndonos que le pagásemos un plato caliente.
Una hace tiempo que decidió ser crédula. Prefiero que me engañen diez veces que arriesgarme a comportarme una sola como un gusano. La acompañe mientras cogía su comida y pagué en la caja.
Me agradecía lo que estaba haciendo y se humillaba ante mí mientras la vergüenza (afortunadamente, todavía tengo) me invadía, porque si no soy parte de la solución, entonces es que soy parte del problema y lo cierto es que permito que haya gente a mi alrededor que pasa hambre. No lo descubrí ayer, lo sabía, ¡pero es tan fácil vivir sin mirar en torno nuestro!.
Y, aún a sabiendas de que una generación se pierde en el intento, pensé que una revolución se está gestando y que la perderemos nosotros… porque somos los malos y es justo que salgamos vencidos.
Me dijo “usted debe ser madre, usted debe ser una buena madre”… puede, pero lo que no puedo ser es una buena persona si consiento que (vete a saber cuanta gente) no tenga lo mínimo para sobrevivir. No conozco la solución, pero algo deberíamos hacer, porque no me cabe la menor duda de que tengo la culpa. De que todos la tenemos… y eso no la diluye, sino que la magnifica.
Y, a todo esto, estábamos en Valencia, primer mundo, siglo XXI.
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