«Hay que acostumbrar al alma misma a ver primero las bellas ocupaciones, luego las bellas obras, no las que ejecutan las artes sino las de los hombres de bien. Luego hay que ver el alma de los que ejecutan bellas obras. ¿Cómo podemos ver esa belleza del alma buena? Vuelve a ti mismo y mira: si todavía no ves la belleza en ti, haz como el escultor de una estatua que tiene hacerse bella; él quita lo superfluo, endereza lo que es oblicuo, limpia lo que es oscuro para hacerlo brillante y no dejes de esculpir tu propia estatua, hasta que el resplandor divino de la virtud se manifieste, hasta que veas la templanza sentada en su trono sagrado.»

Enéada 1,68 ‘de lo bello’. Plotino.

Este año he pasado las vacaciones en la ciudad. Y, que yo tenga conciencia, se han reducido a un día, mejor dicho a una tarde para ser más exactos, que pasé en la terraza de una cafetería cerca de la Diagonal, leyendo uno de los libros que me han acompañado este verano y tomándome un café con hielo que me había traído un camarero muy guapo al que había visto coquetear con una clienta, pero que no coqueteó conmigo. Lo primero que pensé es que era por el libro, pero luego me di cuenta de que debía ser por la edad. Yo estaba releyendo ‘El ruiseñor y la rosa y otros cuentos de hadas’ de Oscar Wilde. En el cielo no había ni una sola nube y el calor era abrasador, pero el aire acondicionado que salía de la cafetería era suficiente para lanzar una dulce brisa sobre la terraza. Dentro había un hombre acodado en la barra, cuando me fui reparé en que llevaba mucho rato en la misma postura y por un momento se me ocurrió que tal vez hubiese muerto de frío.

Leía a Wilde, que ha sido una de las lecturas del verano. De ‘Un día en la vida de una mujer sonriente’ de Margaret Drabble estoy puliendo una reseña que colgaré aquí, de ‘Querido Miguel’ de Natalia Ginzburg os tengo también que hablar largo y tendido, porque lo merece. Antes de ellas, y tras Wilde, vino la gran decepción de ‘Farándula’ de Marta Sanz, ni comparto ni comprendo las buenas críticas que ha tenido. Disfruté muchísimo con ‘Expiación’ de Ian McEwan, aunque no estuvo a la altura de las expectativas que yo sola me había creado y este primer domingo de septiembre me ha pillado leyendo ‘Cuarenta y un intentos fallidos’ de Janet Malcolm, un ensayo sobre escritores y artistas comparable a aquel otro gracias al que descubrí a la autora, ‘El periodista y el asesino’ y que tal vez reseñe también. No sé si me dará la vida para tanto… ya veremos.

En realidad el camarero no era tan joven como para hacerme sentir vieja –aunque sí era guapo-. Qué tendrá la juventud que todos nos ilusionamos alargándola como si eso dependiese de nosotros, como si fuese algo subjetivo, un mero de estado de ánimo, y los años no contasen para nada. Tampoco el hombre estaba tan quieto, de vez en cuando le daba sorbos a una caña de cerveza. Morir de frío un agosto en Barcelona sería ridículo –pero no imposible y si lo dudáis coged cualquier autobús a primera hora de la mañana-.

Regresé a casa cargada de libros para leer en las vacaciones que creía que iban a empezar al día siguiente y que en realidad estaba viviendo en ese mismo instante. Cuántas veces nos pasa eso ¿verdad? No atendemos al presente, siendo como es el único lugar en el que las cosas, buenas o malas, suceden.

A la tarde se le había quedado una luz cegadora y me pareció de pronto que el tranvía atravesaba un cuadro de Sally Storch. Luego mis vacaciones acabaron y aunque ocurrieron muchas otras cosas, más duras, más difíciles, más feas, he decidido que sólo quiero recordar de ellas a un hombre guapo, moreno y flaco, dejando un café sobre un velador barcelonés mientras yo hacía como que leía y le observaba por el rabillo del ojo. En esta vida cada cual es libre de escoger las postales que guardar y las que hacer trizas.

Y ha llegado septiembre -con nuestra novela bajo el brazo- casi sin que yo me diese cuenta.

¡Feliz domingo, socios!