Pompa. Ogeid66 en Flickr.
El lunes, junto a la cocktelería Boadas, ví a una mujer menuda, que arrastraba, encorbada, un carrito de la compra lleno de lo que, supuse, eran los restos de la batalla de su propia vida. Y digo que la ví y no que la miré, porque apenas le presté atención en ese momento (iba acompañada y charlaba distraída), pero su imagen se quedó grabada en mi retina y, por la noche, ya en casa, era la presencia más vívida de lo sucedido durante el día.
Una mujer sola. No deja de ser curioso: podría haber pensado “una mujer pobre”, o “una mujer anciana”, pero no, me sorprendí a mí misma asociando su imagen a ese sentimiento concreto: la soledad. Tal vez porque es un miedo recurrente. Quizás porque creo que es donde conducen todos los errores, quedarse sola al final del camino es el castigo máximo que puedo imaginar. Ni pobreza ni ancianidad me asustan, es ese deambular solitario el que me emociona cada vez que me tropiezo con gente desamparada.
No puedo imaginarme a mí misma sin el abrigo de la amistad, y sin embargo, soy de esas personas que reivindica ferozmente su propio espacio, su independencia, su individualidad, su capacidad para decidir sobre la propia vida sin atenerse a libros de estilo impuestos; soy de las que lucho por mis ratos de privacidad… y a veces dudo sobre si estoy corriendo demasiados riesgos y no lo acabaré pagando acabando así, paseando mi soledad por las calles… el pavor no de “vivir en”, sino de “ser” yo misma una isla.
Esa imagen, como ya he dicho, ha podido con otros recuerdos de ese día, como la conferencia sobre novela negra a la que asistí (envuelta en la humedad y el frío, innecesarios ambos, de La Capella… sólo faltaba un poco de niebla para rematar una ambientación “de topicazo”) y el exquisitamente decadente cocktel de después.
¡Venga! ¡más madera para el psicoanalista!… no, si al final voy a tener que ir… 😉
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