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Ya no quería demostrar nada a nadie. Y por primera vez durante aquel año dio las gracias, y bendijo el día en que había tenido el accidente y el destello de esperanza que le siguió después. Cuando Adela se giró hacia su marido y vio sus ojos perdidos, supo lo que estaba pensando, lo supo con una profunda convicción. Y también dio las gracias.

Gordos… de esperanza. Francisco Javier Maravall.

Ayer quedé para desayunar e ir de tiendas con J. Tener amigas mucho más jóvenes que tú te ayuda a no olvidar que el mundo no es un paraíso fácil de habitar para ellas. Sabemos que nuestro propio futuro está en sus manos y, sin embargo, como sociedad, maltratamos a los jóvenes, obligándoles, en el mejor de los casos, a elegir un solo aspecto de su vida en el que ser feliz.

J. es de las escasas mujeres de su edad que tiene un trabajo seguro y perspectivas de desarrollar una carrera profesional interesante y que le permita conseguir aquello a lo que aspira. A cambio debe pagar el precio de romper con los estándares que la sociedad espera (también) de ella. Hubo un tiempo en el que, arrastrando un agotamiento que solo la juventud nos permitía, podíamos soñar con tenerlo todo. Ahora el mundo es muy distinto.

Me pasé la tarde ordenando las compras y pensando; una cosa llevó a otra y de repente se me ocurrió que todavía hay un colectivo al que tratamos peor. A los más jóvenes entre los jóvenes, a los que se mueven en la difusa frontera de la adolescencia, les hacemos sufrir un doble castigo, por una parte acusan el dolor que produce que su cuerpo y su mente cambien cada uno al ritmo que más le conviene (que nunca, ni por casualidad, es el mismo) y por otra han de padecer el mensaje machacón que les lanzamos desde nuestros recuerdos juveniles idealizados: si eres joven debes ser feliz, porque para algo estás siempre rodeado de encantadores amigos, tienes la piel tersa y lozana, no pagas hipoteca, ni tienes hijos que te den disgustos. Ergo, si eres joven pero no estás todo el día riendo con tu cuchipandi, si tienes acné y los brazos te han crecido antes que las piernas dándote una pinta que recuerda a la de un pequeño chimpancé, si te preocupa que tus padres tengan problemas para pagar tu matrícula universitaria y sufres por no encontrar un trabajo temporal que te permita al menos ayudar a pagarla a ti, o si temes que el planeta reviente antes de que te dé tiempo de tener hijos y cumplir así con el mandato biológico de perpetuar la especie… entonces, lamento ser yo quien te lo diga, pero lo tuyo no es normal.

Somos crueles con ellos porque envidiamos algo de lo que carecen. Nos recordamos a su edad y contemplamos atónitos a un pequeño monstruo: a la persona que fuimos entonces, con toda la vida por delante, la imaginamos imbuida de la experiencia que acumulamos ahora.

Anhelamos borrar las cicatrices, pero queremos conservar lo que las heridas nos enseñaron. Más nos valdría decirles la verdad: vivir siempre duele, pero, aún así, merece la pena.


 

El día ha amanecido gris y ahora llueve. Es una lluvia persistente y fina, que deja en los cristales una estela de diminutas salpicaduras de agua. Barcelona se ve al fondo, entre la bruma de un pequeño diluvio que parece no querer acabarse nunca.

Las plantas de la entrada de casa disfrutan agradecidas y dentro nos alegramos de que sea domingo y podamos pasarnos el día leyendo o viendo alguna nueva serie (acabamos por fin Breaking bad; mis uñas lo agradecen infinito), tirados en el sofá, tapados con las cálidas mantas que los Magos trajeron a casa.

Mientras escribo esta entrada me tomo un té y al mover la cucharilla dentro de la gran taza floreada, es como si oyese sonar uno de esos móviles llenos de campanillas que aparecen siempre en las películas americanas, a la entrada de las casas de los habitantes del desierto.

Cuando uno sabe que está a punto de perder algo o a alguien que contribuye a hacer su vida más feliz, todo cobra otro sentido y se valora más la otrora simple y monótona realidad. De repente la vida se ilumina y el simple hecho de poder hacer lo de siempre, como siempre, adquiere el sentido de un pequeño milagro.

Llueve y es una mañana perfecta.

 

¡Feliz domingo, socios!

 

P.S.: Esta semana he alcanzado el primero de los objetivos que me había propuesto para 2014: publicar el libro «Gordos… de esperanza», escrito por Francisco Javier Maravall, que he tenido el placer de editar. Os hablaré más de él cuando publiquemos el ebook, pero de momento, quiero que sepáis que ya está en papel y que promete darle (y darme, claro) muchas alegrías. El libro lo merece y el autor también.