Velero. E.A. (2011)
Somewhere out there. S. Morgann, M. Goldstein

Digamos que no tiene comienzo el mar.
Empieza donde lo hallas por vez primera
y te sale al encuentro por todas partes.

Mar eterno, José Emilio Pacheco
Hoy me he despertado como si naciese, sin palabras todavía, solo un rayo de luna en los ojos y el sonido de un motor a lo lejos. Había refrescado. He cerrado la ventana mientras pensaba que por fin ha llegado el otoño y pronto lloverá. Vendrán la lluvia y el frío, vendrá la fiebre, me he dicho recordando algo que había escrito solo unas horas antes… y no he podido dejar de sonreír ante lo que ayer me pareció poco menos que una catástrofe.

En realidad pasé media mañana relajada, contenta, escribiendo; pero cometí una torpeza de principiante, perdí lo escrito y me enfadé como solo me enfado cuando el enemigo soy yo misma. Fue una rabieta infantil, sin modales, que a veces me permito porque sé que voy a perdonarme, que aceptaré mis excusas y no quedará sombra de rencor. Esa es la parte buena, perder las formas y con ellas ese estoicismo callado que finjo a veces, cuando quiero ocultar la impaciencia y me paseo por la casa como si todo estuviese bajo control.

Me sentí desvalida ante mi propia torpeza, por no haber sabido conservar unas palabras que seguramente solo el olvido ha hecho bellas. Ocurre a veces que el hueco que dejan algunas cosas (y algunas personas), es mejor que lo que antes lo ocupaba, aunque desconozco si eso depende de las virtudes ocultas del recordado o de alguna extraña habilidad del que recuerda. El caso es que el vacío asusta al equilibrista y uno tiende redes ahí abajo, no para salvar la vida si cae, sino para evitar el miedo que le lleva a caer mientras hace volatines y malabares aquí arriba, en el alambre en el que vivimos los que pensamos que una vida segura es menos vida.

Escribir al amanecer es un poco como soñar las palabras, dejar que lleguen solas y se posen como el rocío sobre las teclas obedientes. En mi caso, también es la luz eléctrica y una rebeca vieja, blanca, tan cedida que no necesito desabotonarla para pasarla por la cabeza. El primer jersey del año. Me he preparado un té y unas galletas de naranja, no hay tiempo para más si quiero que desayunéis conmigo (yo el segundo café, vosotros el primero).

Amanece ya, pero aún hay luna. Y yo sigo sin palabras. Me acurruco estremecida en el sillón frente a la ventana y sujeto la taza de té humeante cómo si de un salvavidas se tratase. Y recuerdo el mar y una foto que compartieron conmigo este verano y que en su día me pareció otoñal, no sé porqué, tal vez fue esa luz tan blanca, tan fría, que irradiaba la que me hizo pensarlo. Esa foto ha traído de la mano el verso que anoté junto a ella un día que parece ya lejano, aunque haga tan poco. Es Pacheco otra vez. La fiebre.

Entonces recuerdo el porqué amo tanto esta estación y la siguiente ¡es esto!, es encender la lámpara de mesa y hacerme un ovillo en el sillón, es el té humeante y el jersey de lana, son estas minúsculas gafas, el portaminas, la libreta de papel reciclado, la manta sobre los pies y un buen libro. Me reencuentro en otoño con la parte de mí que me acompaña siempre, la que vive historias imposibles con mucha más intensidad que en tiempos cálidos.

Pero ayer perdí todo lo escrito y vais a tener que perdonarme, por no tener nada que contar, excepto que estoy contenta porque hoy al despertar me ha parecido atisbar el otoño tras la ventana y he pensado que se avecinan tardes de cielo encapotado y novela negra, mañanas de lluvia y Mansfield tal vez… y se me ha pasado el tiempo sin sentir otra cosa que alegría.

…………..

Coloco los libros recién comprados en mesillas, no los quiero guardar en la biblioteca hasta leerlos. Tengo muchos montones repartidos por la casa, pero el viernes empecé a construir uno nuevo, otro más. Apilé Seda de Baricco, Las olas de Woolf, Iluminación y fulgor nocturno de McCullers y Libertad de Franzen.

Hojeé Seda y la leí del tirón. Enseguida noté que era una historia para leer en voz alta. Pocas cosas hay que me gusten más en el mundo. Siempre se me ha dado bien leer en voz alta, pero lo hago poco, porque necesitas a otro, con las mismas ganas que tú de conocer la trama y que acepte saberla de tus labios, a tu ritmo, entregándose a tus pausas, tus carraspeos, tus paradas para tomar un sorbo de agua. A veces tus lágrimas o tus suspiros. Alguien que renuncie a su independencia lectora, cierre los ojos y se sume a tu emoción y la recoja del aire como si fuese suya.

Alguien que sepa escuchar. Un tesoro.


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