Foto gentileza de V. Tobenyas (en su blog)

Hace ya muchos años (suficientes como para releerlo, ahora que lo pienso), leí con estupefacción «La metamorfosis» de Kafka, y estos días pienso mucho en ese libro. Olvidados los detalles del argumento, queda la esencia: crecer… cambiar… desconcertarse ante el resultado.
Últimamente, aunque no lo parezca, noto esa desazón del cambio en mi interior y pienso que a lo mejor es sólo que detecto la proximidad de la primavera, pero bien podría ser que esa sensación de crisálida absorta ante un incierto futuro (de mariposa o de gusano, nunca se sabe), reflejase otra realidad: algo se acerca, que lo cambiará todo y ya nada volverá a ser igual.
Cuesta asimilar el crecimiento interior, que nos hace florecer, como contraposición al exterior, que nos conduce a la decrepitud, pero es así, sin más, y cuanto antes lo aceptemos mejor. No le pasa a todo el mundo, claro está, hay gente que decide (y logra) detener su corazón, porque el temor a lo desconocido les paraliza, pero me da a mí que no es mi caso… 😉
Lo cierto es que, metamorfoseando y todo, el lunes me tomé, como siempre, la tarde libre y salí con los amigos. Llovía y la temprana noche invernal, junto con el vaho que empañaba las ventanas del autobús (yo, absorta en ensoñaciones varias, también colaboré), hizo que siguiese sentada mientras pasaba ante mis ojos la parada en la que debía bajarme. Algún resto de un desconocido y primitivo sistema de radar, me hizo notar el error relativamente pronto y sólo me salté dos paradas.
Pero lo que realmente deseaba explicaos, es que decidí deshacer el camino a pie y, cómo no llevaba paraguas, me mojé con una lluvia fina y fría, que caía suavemente, pero calaba hasta los huesos.
Y confirmé que es cierto eso que dicen de que un sufrimiento leve te hace sentir viva, porque, mientras se me empapaba la crisálida, yo no podía parar de sonreir… ¡feliz!
Que esta semana, la vida os depare experiencias prodigiosas, ¡hasta la vista, socios!
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