El universo. F.C. (2011)
Resposta ao tempo. Nana Caymmi

Cuando escuches el trueno me recordarás
Y tal vez pienses que amaba la tormenta…

Su rostro ajado debió forzar una sonrisa antes de entrar en el restaurante. Tal vez se detuvo un instante, aspiró hondo, vació la mente, sonrió… Dio después un paso al frente y empujó la puerta, casi batiente, de tan bien engrasada. Se acercó a nuestra mesa haciendo sonar unas pequeñas castañuelas que escondía en su mano derecha. En el brazo izquierdo reposaba un ramo de rosas. O eso dijo: “¿unas rosas, caballeros… para las señoritas?”.
Su abrigo rozaba mi espalda y sentí su presencia como ninguna otra en la sala. Un hombre vestido de mujer, bromeando con unos desconocidos. Un camarero se acercó, pero era amable y debieron pensar que le daba al local un aire elegantemente canalla. Le dejaron seguir ofreciendo sus flores entre los comensales y me pareció notar en el ambiente una oscura mezcla de piedad y recelo.
Volvió a pasar junto a nosotros e insistió con gracia, consiguiendo unas monedas. No le miré la primera vez y no lo hice entonces tampoco. Ni siquiera me atreví a levantar la vista para contemplar su reflejo en el espejo. No pude porque tuve la certeza de que si me giraba y miraba los ojos de aquel hombre travestido, vería una pena antigua y profunda. Algo concreto y real, muy alejado de la falsa cortesía de los solícitos camareros. Aquel hombre era de verdad, como de verdad era su herida y, aunque él la camuflase bajo capas de maquillaje yo notaba que le dolía… pero era tal su esfuerzo por disimularlo, que no quise que supiese que le había descubierto.
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Un invierno, hace de eso bastantes años, recuerdo que cogí una gripe tremenda, de esas que te vacunan para años posteriores, deviniendo así, de alguna extraña manera, curativas. Una vecina bibliotecaria, que ahora es amiga, se acercó a acompañarme en mi soledad de enferma y me trajo los tres volúmenes de Los gozos y las sombras, por si me apetecía leer. Yo entonces amaba las novelas largas por encima de todas las cosas y algo de ese amor se esconde todavía tras mi forma de acumular historias consecutivas y esperar tener unas vacaciones para leerlas del tirón.
El caso es que, sin motivo aparente he recordado aquel libro y la forma en la que consoló mi retiro yaciente aquellos días y le he echado un vistazo esta mañana a la lista de libros leídos en 2011 buscando algo a la altura de aquel recuerdo y me he encontrado con algunos escritores maravillosos. Pero si tuviese que escoger solo un autor para unirlo en mi memoria al año que está acabando, sin dudarlo diría William Maxwell. Por varias cosas. La primera es que escribe maravillosamente bien, la segunda, que ha pasado a la historia como el editor de los mejores novelistas de su época.
No creo que nadie escriba sin sufrir por ello. El editor, en cambio, es feliz con el buen hacer de los otros. Valora de los escritores lo mejor que hay en ellos. Aprende sus historias de memoria, hasta conocer la frase exacta en la que se estremecerá y el giro de la prosa que le hará sonreír. Les enseña lo bueno que sabe hacer y les alerta del peligro. 
Y es que la edición es una profesión generosa, solo ejercida por aquellos que eligen someter sus palabras a la pasión de otro. 
¡Feliz domingo, socios!
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