Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos.
En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé.

Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 1998. José Saramago.

Cuando pienso en mis veranos infantiles me imagino a media tarde, bajo un sol de justicia, deleitándome con un cucurucho de tutti frutti. A pesar de que me lo comía muy deprisa, nunca conseguía que no me cayeran chorretones de helado por la mano y me manchasen la bata de cuadritos de Vichy que mi madre me obligaba a llevar para no mancharme el vestido de debajo pero que, a su vez tampoco debía mancharse. O al menos no de aquel líquido pringoso capaz de mantenerse húmedo el tiempo suficiente como para traspasar la tela. Yo intentaba limpiarme con el pañuelo de batista que llevaba siempre en uno de los bolsillos, pero eso añadía otra ecuación al problema: el pañuelo era tan bonito que la que no lo quería manchar era yo. Visto así, mi momento preferido del verano adquiere la apariencia de un tormento. Pero no recuerdo que lo fuese en absoluto. Curioso ¿no?

Lo cierto es que no probé los cucuruchos de tutti frutti hasta mucho después de abandonar la salvífica y afrancesada bata. Yo lo que comía en aquel tiempo eran helados de corte de tres sabores, sentada tranquilamente en el poyete de la casa que mi abuela tenía en un pueblo donde los vecinos estaban demasiado cuerdos como para exponerse al sol de primera hora de la tarde.

Cuando pienso en mis veranos infantiles me imagino sola, sentada en un bordillo, comiéndome un pequeño helado tricolor… pero no puede ser verdad, porque en Tomelloso se consideraba pecado acercarse al helado industrial. Nosotros solo probábamos los de «casa de la Elodia» y siempre eran de mantecado.

De acuerdo, recapitulemos: una niña pequeña, con una bata de cuadros, un helado de mantecado, sentada en el quicio de la puerta de un caserón manchego a las cuatro de la tarde… ¡imposible! mi abuela me obligaba a echar la siesta, o como decía ella a tumbarme en la cama y cerrar los ojos, «que a la calle no se sale a estas horas».

Pero lo que me cuentan los testigos de entonces es que los helados de «casa de la Elodia» me los comía mucho más tarde, en la de mi tío Jesús cuando me quedaba a pasar la noche y nos íbamos los dos a comprar helado para comerlo luego sentados en el porche con mi tía Dolores, después de cenar. De todo lo que os he contado antes poco es verdad -aunque nada sea mentira-, excepto la sensación de felicidad que sentía desde el mismo momento en el que mi tío decía «bueno, pues parece que hace buena noche para dar un paseíto» y me giñaba un ojo.

Todo esto os lo cuento porque el viernes -hace tan poco, que todavía recuerdo el día- le espeté a un amigo que me acusaba de incitarle a contar un recuerdo de su infancia, que los relatos autobiográficos no existen. Lo dije del tirón y con cierta chulería.

– Eso no es cierto, porque: Punto 1. Los relatos autobiográficos no existen.

Lo dije del tirón, con cierta chulería, sí, y me quedé más ancha que larga. Tal y como se queda uno cuando yendo de farol, gana la mano al póker. Luego vi que no, que para faroles los de la feria, que yo creía en eso a pies juntillas y que lo creía porque era verdad. Pero no una verdad normal, sino una «verdad verdadera», como hubiese dicho la niña de la batita hospiciana de haber participado en la conversación.

Y es que los recuerdos -al menos para las personas a las que nos gusta fabular- son como esas manzanas -pequeñas y ásperas- que vendían en las ferias recubiertas de un tentador caramelo rojo.

Me acuerdo de ir con mis primas Cañas por el paseo. Mi padre guiaba la comitiva y la tensión se palpaba a medida que nos acercábamos al puesto de las manzanitas dulces. Él fingía que no lo había visto y luego retrocedía unos pasos y nos compraba una a cada una. Nosotras le seguíamos sonrientes, parloteando y riendo, enseñándonos las unas a las otras las lenguas encarnadas. Luego, cuando se acababa el caramelo, intentando que mi padre no nos viese, las tres tirábamos esa manzana que únicamente servía como soporte del ansiado y empalagoso dulce. Como mi padre siempre fue sabio, nunca nos riñó por quedarnos solo con lo bueno.

Sin embargo, en la vida, estoy segura de haberme acabado comiendo muchas manzanas demasiado secas, insípidas o incluso pasadas y amargas; manzanas que debería haber desechado, aunque eso poco importa, porque recordar, lo que se dice recordar, solo recuerdo de ellas el caramelo.

Por eso, aunque quisiera, aunque hiciese un esfuerzo titánico, aunque creyese estaos contando la verdad a pies juntillas, me sería completamente imposible escribir un relato autobiográfico.

No existen. O al menos, no para mí. Yo solo recuerdo el caramelo. Y el tutti frutti, por supuesto.

¡Feliz domingo, socios!